Causas doblemente perdidas
Volver a contar es casi siempre contar de otra manera y con otra intención: en el caso de este libro de Martínez de Pisón, el efecto nuevo de sus historias poco y mal conocidas atañen a la obediencia estalinista del partido comunista y la represión política en el bando republicano. Los cadáveres físicos y morales no llegaron a enterrarse entonces y quizá haya que aprender a hacerlo hoy figuradamente, con esa voluntad de clarificar las cosas confusas que está en el trasfondo dramático del libro. Ni es una novela ni quiere serlo y sin embargo es una excelente narración histórica. Su valor procede de la información que maneja con soltura y exactitud pero sobre todo de la habilidad para frotar con imaginación literaria los enredos, las aristas, los detalles de esa información. Esa virtud técnica acaba siendo estética, por tanto, y lleva una historia y su compleja ramificación hasta el presente, por mucho que su epicentro sea un asesinato durante la guerra civil y su origen remoto se remonte a 1916, cuando se conocieron el escritor y periodista norteamericano John Dos Passos y su futuro traductor al español, José Robles Pazos.
ENTERRAR A LOS MUERTOS
Ignacio Martínez de Pisón
Seix Barral. Barcelona, 2005
272 páginas. 18 euros
Pero me gustaría disipar de inmediato los recelos que los últimos años de nuestras letras pueden acarrearle al libro sin merecerlo: ni juega con la ficción y la realidad, ni toma hechos históricos para armar con dispositivos novelescos... Martínez de Pisón habla en primera persona pero está casi siempre ausente. No fabula ni reinventa un narrador quizá porque su ventaja primera es la de escribir mejor que la mayoría de los historiadores. La urdimbre de historias contadas segrega el sentido del libro, de la misma manera que entregan los mejores narradores sus lecciones: sin acudir a la moraleja ni a la simplificación, sin deje didáctico o aleccionador, sino contando episodios que explican el precio que pagó el antifascismo durante la guerra, y la distinta textura que tuvieron los antifascismos de entonces. La documentación amplia y contrastada del libro procede de otros libros, como en cualquier otro ensayo de historia, además de fuentes orales y archivos particulares que ayudan a trenzar con cuidado unas vidas enredadas en el bando republicano y confundidas por (o cautivas de) los espejismos del pragmatismo y la disciplina. Las purgas internas y las víctimas republicanas de los comunistas parecen enseñarnos que el dolor de la derrota ha de sobrellevar también los muertos de las limpiezas internas.
Porque José Robles Pazos no
era comunista pero sí fue republicano. Perdió la vida seguramente por hablar mucho y saber demasiado según los rigurosos cálculos que acabaron con él y con otros muchos disidentes de la familia marxista. Entre los disidentes que no perdieron la vida pero sí se sacudieron la fe comunista y hasta la confianza en personas intoxicadas estuvieron John Dos Passos y George Orwell. En ambos funcionó antes la repulsa moral que la ventaja política al ir descubriendo uno y otro las operaciones que eliminaron a los disidentes del estalinismo. No capitularon ante la obnubilación moral interesada ni creyeron en la maquinaria propagandista que alió al POUM y a Andreu Nin con los fascistas. Hemingway sin embargo parece resignarse a la barbarie de la guerra y es ese mismo sentimiento (la barbarie) el que daña la confianza de Dos Passos, como se cuenta aquí con pulcritud, hacia Julio Álvarez del Vayo, y desde luego explica la ruptura personal entre John Dos Passos y Hemingway en 1937. Dos Passos abandonó el rodaje del documental Tierra española porque lo implicaba en el silencio de los asesinatos que conocía, y de ahí arranca una enemistad duradera: no creyó en las purgas del PCE como valor incondicional de la defensa de la República. Martínez de Pisón ni condena ni arremete contra los comunistas pero presta los datos para entender la razón que justificó los crímenes a favor de una causa mayor, y esa causa no era exactamente la República sino la ortodoxia comunista.
La moral totalitaria (incluida la
de izquierdas) es el duro hueso de este libro y el que más ánimos habrá de excitar, como excitó el repudio de la izquierda hacia George Orwell durante mucho tiempo (¿no se interrogaba sobre cosas semejantes Martin Amis mientras escribía, pensando en su padre, Koba el temible?). La toxina totalitaria lleva siempre el arma montada y desquicia con ella el delicado sistema interior de pesos y medidas morales. Este libro lo ha escrito un hombre alérgico a la moral del totalitarismo, capaz sin embargo de razonarlo tanto como de reprobarlo, sin dar lecciones a nadie ni rebajar tampoco a mera maldad lo que fue una fe ideológica: mientras John Dos Passos no paró hasta descubrir qué y quién había matado a su amigo Robles -y esa peripecia la trata aquí un gran narrador-, Hemingway quizá no debió llegar nunca a comprender por qué tanto alboroto.
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