Democratizar por las armas
Francis Fukuyama es uno de los más significativos ideólogos del conservadurismo estadounidense, y merece ser leído no sólo por eso (pues siempre se aprende mucho más del adversario que del aliado) sino porque la mitad de las veces demuestra tener un olfato certero. Así sucedió con aquel artículo de 1989 titulado El fin de la historia (cuyo libro tradujo Planeta en 1992) que le lanzó al estrellato tras certificar la definitiva defunción del socialismo con la caída del muro de Berlín. Eso le granjeó la eterna fobia de la progresía mundial, que jamás le perdonará haber constatado la evidencia de que el emperador estaba desnudo. Pero su odio no carece de razón, pues Fukuyama cometió la torpeza de adornar su panfleto con una envoltura fundada en la metafísica hegeliana que se hacía antipática de puro pedante. Y además su título sonaba a falso, como la historia se encargó de probar enseguida con la primera guerra de Irak. Pero pese a todo, el argumento central sigue resultando incontestable al demostrar que la democracia liberal y el capitalismo de mercado son las dos grandes instituciones que han determinado el triunfo irreversible de la civilización occidental. Pues ya entonces constató que la guerra fría se ganó para siempre, pero no por la fuerza de las armas militares (como creían los guerreros de las galaxias que ocupaban el Pentágono), sino por la fuerza de las instituciones civiles.
LA CONSTRUCCIÓN DEL ESTADO. Hacia un nuevo orden mundial en el siglo XXI
Francis Fukuyama
Traducción de María Alonso
Ediciones B. Barcelona, 2004
204 páginas. 17 euros
Desde entonces Fukuyama ha proseguido una carrera intelectual que cabría calificar de hemipléjica, desequilibrada como está por auténticos bodrios que a duras penas son compensados por otros libros muy estimables. Entre sus peores maulas destacan dos en especial, de un reaccionarismo tan subido que raya con el fundamentalismo. El primero se titula La gran ruptura (Ediciones B, 2000) y pretende sostener que la ineluctable decadencia de la civilización occidental (está escribiendo durante la escandalosa Administración de Clinton) sólo tiene un único culpable: y es el trabajo de las mujeres, que estaría destruyendo la familia y con ella la autoridad paterna, fundamento del orden social. Increíble. El otro es posterior, se titula El último hombre (Ediciones B, 2002), y es un ataque contra las nuevas tecnologías genéticas basadas en la investigación con células troncales. Para él, como para el Papa, la creación natural es sagrada.
En contraste con esto, Fukuyama también ha publicado una obra excelente, titulada Trust (1995), aquí traducida como La confianza (Ediciones B, 1998). La verdad es que no tiene mucho de original, pues se basa en las intuiciones de Robert Putnam sobre el capital social, entendido como aquellas redes de reciprocidad que generan un clima de confianza generalizada. Pero así como Putnam sólo entendía el capital social como fundamento de la democracia, en el sentido de Tocqueville, Fukuyama amplía su efecto a la confianza empresarial, demostrando que se halla en la base del moderno crecimiento económico. Y para ello analiza cómo, a partir de las pequeñas empresas familiares, se puede ir ampliando la escala de las relaciones de confianza hasta las empresas medianas y grandes, con el boom de China como gran evidencia empírica.
Pues bien, ahora Fukuyama
acaba de sacar otro libro también muy interesante. En realidad es una especie de segunda parte del que acabo de citar (Trust), pues también sostiene que la confianza es el catalizador mágico que debe presidir la construcción del Estado (nation building), ya que sin ella no se puede afianzar el imperio de la ley (rule of law) que es la condición sine qua non para fundar instituciones autosostenidas. Y lo más interesante de este nuevo libro es que su alegato se relaciona también con el primero de todos, pues Fukuyama sostiene que esa imprescindible confianza institucional jamás puede obtenerse imponiéndola por la fuerza militar.
De ahí que esta postura le haya enfrentado a los neocons de Washington, que pretenden democratizar por la fuerza a los países vasallos que conquistan. Y es que con la democratización ocurre lo mismo que con la planificación económica de los años sesenta: que la planificación imperativa no funciona, y sólo lo hace la planificación indicativa. O dicho en términos de Joseph Nye: con poder duro no se puede democratizar a nadie, al ser algo que sólo se puede conseguir con poder suave.
Pero como este recomendable libro de Fukuyama se enfrenta de lleno a la ideología oficial que predomina en la Administración de Washington, ha sido escrito por ello con demasiadas precauciones, dada la obsesiva censura patriotera que allí impera. Esto explica que le haya salido tan desequilibrado o desmediado como su obra entera. La parte teórica, centrada en un fino análisis académico de las relaciones agente-principal en las organizaciones institucionales, resulta impecable. Pero en cambio la parte normativa y empírica, cuando llega la hora de aplicar su análisis al proceso efectivo de construir Estado en Oriente Próximo, entonces falla estrepitosamente. ¿Será sólo por autocensura?
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