El Carmel, un test democrático
Cuando hace un año se produjo y superó el caso Carod -la conmoción suscitada por el encuentro entre el líder de Esquerra Republicana y dirigentes de ETA-, muchos creyeron que el por entonces flamante Gobierno tripartito de Cataluña acababa de pasar su prueba de fuego, de alcanzar -tal vez precipitadamente- la mayoría de edad política; que, tras haber sobrevivido a aquella tormenta inicial, el Ejecutivo de Maragall ya no podía arrostrar nada peor durante el resto de la legislatura. Pues bien, se equivocaban. Aunque la crisis de enero-febrero de 2004 fue ruidosísima y dejó alguna fractura difícil de soldar, resultaba una crisis más bien abstracta, ideológica, no tenía nada que ver con la gestión de la Generalitat y, además, era fácil imputarla a las maniobras de un enemigo exterior.
La verdadera reválida, la prueba de resistencia y calidad de la coalición PSC-ERC-ICV ha llegado ahora con el desastre del barrio barcelonés del Carmel, y ello por varias razones. Una, la amplitud cuantitativa del problema, con 1.057 vecinos desalojados -más de 200 familias- y otros muchos miles sumidos en la inquietud sobre la habitabilidad y el valor de sus pisos (que constituyen el grueso de su patrimonio), sobre el porvenir mismo de esa zona urbana. Otra, el origen no natural, sino humano y oficial del desaguisado: una obra pública aparentemente planeada y ejecutada sin el rigor técnico ni las precauciones constructivas que exigían la geología del terreno y la densidad del poblamiento. Una tercera, el hecho de que todas las administraciones directa o indirectamente implicadas en la crisis sean hoy de la misma coloración política, lo cual prohíbe el socorrido recurso de cargarle el muerto al de arriba o al de abajo, porque tanto uno como otro son correligionarios. Por si esto fuera poco, resulta que el área del Carmel es un feudo electoral de la izquierda, singularmente del PSC (54% de los votos en las municipales de 2003), lo que sin duda da un valor añadido a la presión vecinal en demanda de respuestas y soluciones.
Por todo ello, porque se trata del primer embate serio tras 14 meses de gestión, la crisis del Carmel se ha convertido en el gran examen sobre la cohesión, la cintura política, la credibilidad y la eficacia del tripartito que preside Pasqual Maragall, en la primera ocasión importante para comprobar si aquello que se predicaba desde la oposición se cumple o no, una vez en el Gobierno. De momento, y en una evaluación preliminar, los resultados son desiguales, pero manifiestamente mejorables.
Por lo que se refiere a la cohesión, y después de unos primeros días en que Esquerra e Iniciativa parecieron proclives a marcar sus distancias respecto de un asunto del PSC, el debate parlamentario de anteayer mostró a los tres grupos de la mayoría razonablemente solidarios con el Gobierno. En cuanto a la movilización ante el desastre, la del consejero Joaquim Nadal ha sido intensiva y ejemplar. Un juicio menos halagüeño merece el rigor de ciertos anuncios y declaraciones que, en vez de generar credibilidad, quizá la erosionan: la desafortunada analogía entre los hundimientos del Carmel y el naufragio del Prestige; la apostilla del propio presidente Maragall cuando dijo que para reemplazar el túnel de maniobras ahora cegado, "ya inventaremos algo"; la alegre promesa de unos fondos europeos que -destinados a catástrofes naturales- serán harto difíciles de conseguir; la invocación de unas ayudas del Gobierno central de las que éste no sabe concretar ni el formato ni la cuantía.
Pero los principales reproches que cabe hacer al comportamiento gubernamental ante la crisis conciernen a las actitudes políticas, a la calidad democrática de conductas y reacciones. Después de 23 años acusando de opacidad a los gobiernos convergentes, ésta era una ocasión de oro para ejercer la transparencia informativa y para respetar con exquisitez la independencia de los medios públicos. En lugar de eso, hemos asistido a un torpe intento de restringir la libertad de información y de poner trabas al contacto entre vecinos y periodistas. Más en general, demasiados portavoces del tripartito -no, desde luego, el consejero Nadal- han caído en la tentación de la prepotencia y han creído que su papel consistía en hacer oposición a la oposición.
Si lo de diciembre de 2003 no fue una simple y rutinaria alternancia política, sino -como aseguran sus protagonistas- un cambio de época, por lo menos de estilo y maneras en el Gobierno de Cataluña, entonces el diputado socialista Roberto Labandera debió ahorrarse el miércoles las alabanzas a la gestión de los suyos en el Carmel, tan entusiastas que recordaban aquella moción de CiU aplaudiendo su propia política de prevención de incendios forestales tras un verano devastador. Si el tripartito quiere promover una nueva cultura política, los señores Miquel Iceta o Joan Boada deberían dejar de responder a las críticas de la oposición con el latiguillo de "peor lo hacíais vosotros", y darse cuenta de que la crisis que nos ocupa no es comparable con la aluminosis, ni con nevadas, ni con inundaciones, porque lo que ha resquebrajado el Carmel es la mala ejecución de una obra pública. Si su labor fiscalizadora durante seis legislaturas no era pura demagogia, el PSC, Esquerra e Iniciativa deberían apoyar ahora una comisión de investigación parlamentaria que aclare responsabilidades. De esta Administración o de la anterior, por supuesto.
La crisis del Carmel, en fin, supone para el Gobierno de Maragall un baño de realismo, una súbita conminación a tocar de peus a terra. Los fórums, las eurorregiones, el fomento de la industria aeronáutica o el despliegue de la fibra óptica son importantes, sin duda. Pero es prioritario -incluso presupuestariamente prioritario- garantizar a la ciudadanía calidad y seguridad en su vida cotidiana.
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