La charanga del tío Juanjo
Dicho sea esto sin ánimo de ofender y apelando, en mi descargo, al transgresor espíritu carnavalero que estos días todo lo invade. Pero es que no he podido evitar la asociación de ideas. Escuchaba el pasado viernes al presidente del Parlamento vasco, Juan María Atutxa, entrevistado en Radio Popular. Hablaba, claro, sobre aquello que, a tenor de lo que escribimos y decimos políticos, informadores, tertulianos y columnistas, ocupa toda nuestra existencia: sobre el plan. La nuestra se ha vuelto, en determinados niveles, una sociedad adolescente que vive en permanente estado de fin de semana: todo el mundo anda a vueltas con el plan. ¿Qué plan tienes? Cómo, ¿que no tienes plan? ¡Vaya plan! No me gusta nada el plan que tienes. ¡Quién pudiera tener un plan como el tuyo! Tener o no tener un plan, esa es la cuestión. De ello depende que el fin de semana nos salga o no redondo.
El caso es que, entre las muchas virtudes que Atutxa encontraba en la iniciativa de Ibarretxe, una de ellas, muy destacada, era el hecho de que como consecuencia de su presentación "todo el mundo se había movido". Escuchar esto y venirme a la cabeza la imagen de una animada verbena de pueblo fue todo uno. La política como fanfarre. La calidad de la música es lo de menos. Mejor o peor tocada, lo único que importa es que al escuchar las primeras notas el cuerpo nos pida marcha, que se nos vayan los pies, que las caderas sigan cadenciosamente el ritmo contagioso. De hecho, suelen ser melodías que no pasarán a la historia de la música las que más éxito acaban teniendo: cosas como Los pajaritos o Paquito el chocolatero, y otras de este estilo. Lo fundamental es que sean tonadillas animadas y, sobre todo, que cuenten con un estribillo pegadizo, como por ejemplo ese de que "los vascos y las vascas seremos sólo aquello que queramos ser". Y me imaginaba yo al lehendakari micrófono en ristre ante un Congreso de los Diputados convertido en improvisado sambódromo, levantando de los escaños a sus señorías, poniéndoles en danza -Azukrea!- y empujándoles a participar en una desenfrenada kalejira, todos dando palmas y enlazados por la cintura.
Sin embargo, en el transcurso de la entrevista mostraba Atutxa su disgusto por el hecho de que algunos de esos movimientos se estaban produciendo en lugares o de maneras que no acababan de gustarle. Y así, de repente, la festiva verbena se convirtió en estricta academia o en solemne conservatorio. Que si algunos se habían empeñado en recortar los horarios para el baile, que si otros (o los mismos) habían preferido bailar fuera y no dentro del Parlamento vasco... No sé, como que al escuchar esto me cortó el vacilón. Sinceramente no puedo imaginarme a Carlinhos Brown deteniendo su marcha timbalera para abroncar a alguna de las personas que, convocadas por él, danzan en la calle (como puedan o como quieran) porque no le gusta como se mueven. ¿No habíamos quedado en que el simple hecho de poner a todo el mundo en movimiento era ya un valor fundamental? ¿A qué viene entonces ese rictus de cabreo, esa expresión de disgusto, esa pretensión de controlar los movimientos y de marcar con metrónomo el paso de los danzantes? La verbena convertida en desfile -¡Ar!- militar.
En cualquier caso, aceptemos que el lehendakari ha compuesto la canción del verano y que acompañado por la Tripartite Band nos ha puesto a danzar a todos. Los catalanes, por cierto, no hacían más que gritar "otra, otra". Concedámosle un merecido reconocimiento como el Georgie Dann de la política con su gran éxito Se abrió el melón. No estaría de más que, a partir de ahora, nos obsequiara con un repertorio más variado. Que hiciera lo necesario para que el baile se celebre en libertad. Y que aceptara peticiones para entonar otras canciones, aunque no sean tan de su gusto. Al fin y al cabo el micrófono no es suyo y si está en el escenario es para que nos cante a todos. O para que cante las canciones de todos. O para que recoja las canciones de todos y componga con ellas una cantata coral, polifónica. Aunque no sea tan marchosa.
(Dedico esta columna a mi amigo Juanmi, que siempre me dice que escribo columnas tristes. Aunque cuando hablamos del país no es capaz, el muy canalla, de alegrarme ni un poquito).
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