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Columna
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Debate

El otro día seguí por la televisión la comparecencia del lehendakari Ibarretxe ante el Congreso de los Diputados con la misma concentración, convicción y esperanza con que hace poco más de un mes seguí el sorteo de la lotería de Navidad. Con esta descripción no pretendo mostrarme escéptico. Considero esencial que los temas importantes sean expuestos y las opiniones contrastadas ante la ciudadanía con arreglo a un procedimiento que excluye la complicidad emotiva y tiene mucho de ritual porque así ha de ser. El debate público no es sólo un trámite formal previsto en el ordenamiento jurídico, ni un ejercicio informativo, sino una representación del mecanismo democrático por el que nos regimos. Una puesta en escena, en el mejor sentido del término. También es una ocasión de ver a los políticos en acción y valorar sus dotes. Pero aun así, sabe a poco.

Durante los años turbulentos de la Revolución Francesa se enfrentaban en la Asamblea Danton y Robespierre, por citar nombres conocidos, y el rumbo de la Historia variaba según el resultado de este enfrentamiento. Cuando ambos tomaban la palabra para exponer y razonar sus propuestas, nadie sabía qué idea iba a convencer a la mayoría, qué tendencia iba a prevalecer y, en suma, qué iba a deparar el día. Es verdad que uno y otro acabaron en la guillotina, pero eso se debió a las circunstancias, no al sistema.

No es desear aquí y ahora una situación análoga, pero sobre esta imagen, quizá romántica, hemos forjado el sueño de la democracia. Hoy la realidad es otra: las posiciones son conocidas y no hay más contingencia que la que impone la disciplina de los partidos. La palabra ya no es resolutiva. Cada acto es un eslabón de una cadena cuyo origen y final pocos conocen y, según parece, no está en manos de nadie. No hay argumentos, sólo estrategia a medio plazo. Es posible que así se conjure el temido y mareado fantasma de la demagogia. Prefiero creer que no. Si se puede mangonear a la ciudadanía con trucos de charlatán, la democracia se viene abajo. Más grave me parecería, en cambio, que llegáramos a la conclusión de que los asuntos se ventilan entre bastidores y que lo que se nos ofrece sólo es una performance a la que los políticos se prestan por exigencias del guión.

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