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¿Adónde va México?

México vuelve a navegar por turbulencias teñidas de corrupción y violencia. El ambiente político se deteriora y reaparece la incertidumbre. ¿Exageraciones mediáticas o barruntos de una crisis mayor?

Los optimistas tienen de dónde apalancarse. Las cifras macroeconómicas son buenas; las reservas de divisas, gigantescas, y el ingreso ha iniciado una lenta recuperación. El comercio con el exterior crece al amparo de tratados de libre comercio y millones de expatriados inyectan cada año miles de millones de dólares a la economía. Las elecciones son razonablemente confiables y el México organizado sigue unido tras la tesis de que el poder se disputa pacíficamente. Aunque con lentitud, la sociedad continúa organizándose y los medios que lo desean disfrutan de una primavera de libertades sin precedentes.

Hay otra forma de ver a México. El insaciable apetito estadounidense por las drogas prohijó un narco cuyo poder avanza incontenible imponiendo sus reglas en espacios sociales y geográficos cada vez más amplios. Estrechamente asociado está el espectro de la inseguridad que envuelve de zozobra la cotidianidad. El medio ambiente sigue deteriorándose y las periódicas explosiones de ira social parecen razonables cuando se recuerda que la mitad de la población sigue en la pobreza y que las desigualdades en el ingreso son gigantescas.

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¿Adónde va México? La respuesta más generalizada es de optimismo cauto. La preocupación surge con la dimensión política porque en unos cuantos años se hicieron trizas los mitos de la transición. Creíamos que bastaba con la alternancia, con una reducción del centralismo y un florecimiento del federalismo, con la incorporación de las mujeres y las minorías a la vida pública. La realidad se amotinó dejándonos el amargo sabor de las esperanzas rotas.

Si buscáramos al aguafiestas simbólico, el presidente Vicente Fox sería el ungido. En cuatro años desperdició el enorme entusiasmo que despertó su elección en julio de 2000. En una actitud todavía inexplicable hizo a un lado a quienes le dieron la victoria y malbarató un poder que fue recogido por sus enemigos políticos que ahora lo desdeñan. La sociedad -dicen las encuestas- reconoce las buenas intenciones del presidente, pero también registra su incapacidad para impulsar la agenda del cambio y controlar a su gabinete. Esperábamos un estadista capaz de implementar una visión y recibimos un gerente bonachón.

Sería injusto atribuir a Fox toda la responsabilidad. Los partidos políticos compiten en una mediocridad que se magnifica en un Congreso transformado en el escaparate de una democracia enferma. El virus que trastorna a los partidos son las enormes cantidades de dinero público y privado que reciben. En la elección intermedia de 2003 recibieron de financiamiento federal 415 millones de euros -además de recursos de las entidades federativas y de los donativos privados legales e ilegales-.

Es desalentador que el grueso de esos recursos lo dediquen a pervertir la democracia. Los medios de comunicación se llevan la tajada del león por transmitir spots y jingles superficiales; al electorado más pobre lo cortejan con regalos a cambio del voto; y su vida interna está distorsionada por las burocracias, clientelas y tribus que utilizan al partido como forma de vida y como canal de acceso a cargos bien pagados. Los nuevos partidos podrán tener buenas intenciones, pero son rápidamente incorporados a una corrupción sistémica.

La decepción con Vicente Fox ya fue digerida. Persiste la preocupación con los partidos porque amenazan la estabilidad futura al plantar las semillas de una polarización que puede madurar en la disputa por la presidencia de la República. Las elecciones serán en julio de 2006, pero ya se disputan la victoria los tres partidos grandes: Acción Nacional (PAN), de la Revolución Democrática (PRD) y Revolucionario Institucional (PRI). Por el desgaste del Gobierno foxista, la competencia se da entre el PRD y el PRI.

La política es pasión y conflicto que en las democracias se amortigua con programas y reglas claras. En el México de hoy se libra, sin árbitro, una lucha descarnada por el poder. Al candidato que encabeza las encuestas, Andrés Manuel López Obrador (PRD), quieren eliminarlo el PAN y el PRI utilizando las leyes de manera mañosa e inmoral. El segundo candidato en orden de preferencias, Roberto Madrazo, del PRI, tiene a su favor la maquinaria política más poderosa y un historial que confirma su falta de escrúpulos.

En los 18 meses que faltan para la elección hay varios puntos críticos: el primero será la reacción de López Obrador si le impiden competir. Nadie conoce el significado de su enigmática advertencia de que recurrirá a la "resistencia civil pacífica". Su partido, el PRD, tiene una estructura nacional débil, pero ha construido una fortaleza en la capital que concentra finanzas, educación, política y cultura. Suponiendo que el PRD paralizara la megalópolis, ¿cuánto tiempo pasaría antes de que Vicente Fox llamara a las Fuerzas Armadas?

La ausencia de reglas permite la llegada de recursos de origen desconocido a la contienda presidencial. La autoridad que supervisa y organiza los comicios, el Instituto Federal Electoral, carece de autoridad y estamos a la espera de que demuestre voluntad. Esa laxitud es una invitación al narco para que amplíe sus cabezas de puente en la política nacional. El PRI y Madrazo, por su parte, pueden activar su maquinaria para recuperar a toda costa un Gobierno rico en empleos, recursos y negocios. Podría prefigurarse el riesgo mayor: que algunos actores -izquierda, PRI, narco, grupos radicalizados- rompan compromisos y/o entendimientos y desechen los métodos pacíficos, lo que sería desastroso en un equilibrio tan inestable.

En el pasado, los mexicanos culpábamos de las crisis al autoritarismo del PRI y no faltaba quien responsabilizara a la Conquista, a Estados Unidos o al destino. En esta ocasión, el futuro nos pertenece y uno de los principales riesgos está en una democracia secuestrada y pervertida por partidos obsesionados con la defensa de sus intereses. De la forma como resolvamos ese reto dependerá el rumbo que tome México.

Sergio Aguayo Quezada es profesor de El Colegio de México.

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