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DON DE GENTES
Columna
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Se equivocó la marmota

Elvira Lindo

AQUÍ DONDE ME ven, que parezco una tía superficial, entregada en cuerpo y alma a los placeres de la carne, yo soy una gran amante de las tradiciones. Oh, sí, sí. Me encantan las tradiciones. Con una sola condición, que no duren más de un año o dos, por favor, porque a mí las tradiciones ancestrales me dan por saco, por utilizar un eufemismo que todos entendamos. Yo, cada vez que sale en la tele un reportaje sobre una música de esas de dulzaina que todo el mundo parece muy interesado en recuperar porque forma parte de nuestro bagaje, es que me tiro de los pelos, te lo juro: Pero, por Dios Santo, ¿por qué este empeño en recuperar cosas que, reconozcámoslo con la mano sobre la Biblia, son un coñazo sideral? Fíjense hasta dónde llegará mi rechazo a la recuperación de tradiciones perdidas que muchas noches, desvelada porque pienso en el futuro de mis hijos, pienso: "Oh, Dios, que sean lo que quieran, payasos sin fronteras, neocon, traficantes de armas, pero, por favor te lo pido, Señor, que nunca los tenga que ver en uno de esos mercadillos medievales que ponen en los pueblos de la sierra de Madrid, vestidos con mallas y tocando flautas o encima de unos zancos". De momento, Dios se ha portado; al fin y al cabo, sólo le he pedido, que yo me recuerde, lo de las mallas, y alguna petición de tipo económico, como que se acuerden algún día de subirme un poquillo el sueldo, por caridad. Por cierto, que hay ahora un banco cristiano en América donde cuando firmas una hipoteca, por ejemplo, te coges de las manos con el tío de la ventanilla y rezas. No es que el tío de la ventanilla te dé las manos por la rendija de la ventanilla, entendámonos, es que el tío se va contigo a una pequeña capilla que tienen habilitada para este tipo de operaciones comerciales y rezan juntos, los del banco y los clientes. A mí (concretamente) me parece bonita esa manera de cerrar una operación, y conste que eso ya lo inventó mi abuela hace la tira. Ella se levantaba al amanecer para llegar la primera a la iglesia y hablar con Dios a solas exclusivamente de asuntos monetarios. Fue una pionera. Sentía que Dios estaba con ella. En eso parecía americana. En su casa sólo había tres tradiciones: una, en Nochebuena sólo se hablaba de dinero; dos, si los niños queríamos cantar villancicos, a dar el coñazo a la calle; si de paso nos daban limosna los transeúntes, fenomenal; tres, mi abuela tiraba los trozos de cordero desde la otra punta de la mesa. Si los pescabas al vuelo, bien, si no, ah, se siente. Los nietos nos pegábamos para arrebatarnos esas paletillas chorreantes que volaban por encima de nuestras cabezas. A veces llegábamos a la agresión física, porque teníamos hambre, pero eso nos endureció. Ay, amigos, esos valores en los que fuimos educados, ¿dónde están? Se pierden. En cambio, las tradiciones... Cada vez que vuelvo a España se han recuperado dos o tres. Es una plaga. A los americanos les encantan nuestras tradiciones, y mira que yo intento, en la medida de mis posibilidades, desacreditarlas siempre que puedo; pero es predicar en el desierto. Ya son tres los americanos que me han dicho que sueñan con ir a España este verano a asistir a la Tomatada. Dicen que lo encuentran supersimbólico: el rojo de la sangre, la catarsis colectiva, etcétera. Será que a uno siempre le parecen más llevaderas las tradiciones si son de un país que no es tuyo. Ellos lo flipan cuando les digo que en mi casa sólo se celebra el Día de la Marmota. Hemos elegido esta tradición porque seguramente es la tradición más estúpida que pueda haber en el universo mundo. Va con nuestra personalidad. Ya saben, el 2 de febrero, en un pueblo de Pensilvania sacan de su caja a una marmota que responde al nombre de Phil. Entendámonos, no es que la marmota te responda si tú la llamas, porque no es un perro, es que los paisanos le han puesto Phil porque es más entrañable. Sacan a Phil de su caja, y si el día es soleado y Phil ve su sombra, le da mucho susto y vuelve a meterse, y entonces los campesinos, que siempre se ha dicho que son muy sabios, pero yo (concretamente) creo que hay veces que te dan razones para pensar lo contrario, predicen que hará mucho frío. Como Phil se equivoca la mitad de las veces, es costumbre cantar en Pensilvania aquella canción de "Se equivocó la marmota, se equivocaba...". En mi casa, el 2 de febrero ponemos religiosamente la película Atrapado en el tiempo y damos gracias a Dios por haber traído al mundo a un tío como Bill Murray. Además, esa película me trae un recuerdo fantástico: cuando mi hijo tenía siete años lo llevé un miércoles a la sesión de las once a verla a un cine de la Gran Vía. No era la sesión más adecuada para llevar a un niño al cine, pero, como yo le digo a mi hijo, hay madres peores (la de Psicosis, por ejemplo), así que date con un canto en los dientes, bonito. El caso es que no había nadie en el cine, salvo una mujer que le estaba haciendo un trabajillo a un caballero y dos yonquis delante de nosotros (era la época). El niño se reía a carcajadas con las cosas de Murray; entonces, se vuelve uno de los dos heroinómanos desdentados y dice: "Bueno, ya vale de reírse, ¿no?, que se calle el niño de una puta vez". El día 2 de febrero siempre nos acordamos de aquello, de cómo nos reíamos, muertos de miedo, con la mano tapándonos la boca. Al día siguiente nos dormimos, y el niño, una vez más, llegó tarde al colegio.

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Elvira Lindo gana el Premio Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'
Cines en la Gran Vía de Madrid.
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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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