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Columna
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Virgilio, esquina Einstein

Rafael Argullol

Tal vez hubiera sido una buena idea enviar a los electores, junto al triste ejemplar de la Constitución europea, un librito, La idea d'Europa (Arcàdia), que recoge una conferencia reciente de George Steiner sobre las raíces comunes de nuestro continente. Sin acompañamiento, el texto constitucional que se nos propone es tan apático, tan desprovisto de pasión, que se convierte en casi ilegible, aun en el caso poco probable en el que el ciudadano se mostrara entusiasmado por el proyecto.

De lo que no hay duda es de que es un texto perfectamente adecuado al contexto: confianza en las técnicas de persuasión y desconfianza en las ideas, buenas intenciones y mediocres talentos. Lo menos malo, desde luego, es votar afirmativamente, pero se ha malogrado la oportunidad de ahondar en las posibilidades de Europa más allá de la economía y de la retórica. Por ejemplo, ¿puede ser Europa la única región que ha reconocido de tanto en tanto su propia barbarie, un dique a la barbarización del mundo?

El talante de la Europa moderna se ha moldeado en la conversación de café o en la larga caminata por un territorio de escala humana

Si se consideraba demasiado polémico exponer en el texto constitucional los mimbres espirituales de Europa se hubiera podido iluminar su abstrusidad con los más poderosos relámpagos críticos. Si era peligroso hablar de Grecia, el judaísmo, el cristianismo, la ilustración, la utopía revolucionaria se podía recurrir a lo que, en definitiva, es el principal tesoro de lo que llamamos Europa: la capacidad para descubrir y proclamar las barbaridades cometidas. El cristiano Bartolomé de las Casas denunció los crímenes cometidos en nombre de la cristiandad, el revolucionario Schiller protestó en Cartas sobre la educación estética del hombre (otro gran librito de acompañamiento) contra las aberraciones perpetradas por la Revolución. Incluso la Europa espiritualmente empobrecida de la segunda mitad del siglo XX ha acabado mirando de cara -aunque con demasiada frecuencia también de reojo- las que han sido sus peores invenciones: el antisemitismo, el nazismo, el estalinismo.

No tenemos constancia de ninguna otra civilización que haya tenido los destellos autocríticos de Europa, ni en el pasado, pese a las grandes aportaciones culturales de otras tradiciones, ni en el presente en el que el poder norteamericano -no sé si es posible hablar de "civilización norteamericana"- se basa precisamente en la negación de toda crítica con respecto a las condiciones de su dominación y a la consecuente destrucción que ésta ha llevado consigo: el mundo que conmemora Auschwitz y pronto, espero, conmemorará el Gulag aún debe experimentar la asunción de la vergüenza de Hiroshima. Por mi parte, lo escribí hace tiempo, me inclinaba por incluir la pasión y el horror de Europa en el texto constitucional, algo que por lo visto choca con el miedo a lo inapropiado que tan a menudo nos conduce a la autocensura. Al menos se hubiera podido rescatar la pedagogía crítica de Europa, un ejercicio útil para el ciudadano en una época en la que no predomina tanto el dilema entre la civilización o la barbarie como el camuflaje de la barbarie como civilización.

Si junto al ejemplar de Una Constitución europea tan timorata y monótona el futuro elector hubiera tenido la oportunidad de leer el librito de Steiner seguramente su idea de Europa se enriquecería de forma notable. O, algo más cercano a la vida, su idea de los europeos.

George Steiner alude a tres factores que, incluidos en el texto constitucional, hubieran ayudado a la comprensión de lo que está en juego mucho más que los farragosos parágrafos: los cafés, el paseo, los rótulos de las calles. Llamamos europeo al hijo espiritual de Atenas y Jerusalén, fruto de una cópula y un duelo al mismo tiempo. Pero todo esto sería demasiado brumoso si este hombre -al que hemos llamado europeo- no hubiera sido capaz de trasladar sus ilusiones y sus frustraciones al escenario de su mundo cotidiano.

En un momento en el que escasean los cafés, en el que el conductor prevalece sobre el peatón y en el que los futbolistas son más respetados que los científicos el lector de la Constitución europea (inducido a su lectura precisamente por futbolistas) quedaría asombrado al comprobar hasta qué punto, como demuestra Steiner, el talante de la Europa moderna se ha moldeado en la conversación de café, en la larga caminata por un territorio de escala humana y en el homenaje gráfico que nuestro callejero hace a nuestra memoria.

Se hubiera tenido que dar al ciudadano europeo la oportunidad de recordar que, junto a las otras riquezas, la auténtica riqueza de Europa se ha amasado en el café Central o en el Cabaret Voltaire, en los paseos de Stendhal o de Pla, en la posibilidad de dirigirse, no a la calle 41 con la avenida 7, sino a la calle Virgilio, esquina Einstein.

De lo contrario queda la amnesia. Pero para bien o para mal el horizonte de Europa siempre ha sido su memoria.

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