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Columna
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El idioma como enemigo

La visita del presidente alemán, Horst Köhler, a Israel, precisamente ahora que se cumplen sesenta años de la liberación del campo de exterminio de Auschwitz, se ha visto envuelta en la polémica. Un número importante de diputados israelíes, y junto a ellos varios ministros del Gobierno, se negaban a que el presidente alemán hablara en su idioma ante el Parlamento. El argumento era que "se trata de la lengua de los nazis" y recordaban la existencia de supervivientes del Holocausto a las que el mero sonido del idioma alemán podía mover a espanto.

Puede ser comprensible, desde un punto de vista sentimental, que para muchos supervivientes de los delirios de Hitler la lengua alemana traiga recuerdos desagradables, pero ello es al mismo tiempo la demostración de una trágica y secular esquizofrenia cultural. Muchos de los judíos, posiblemente la mayoría, asesinados y torturados por los nazis eran de lengua alemana. El alemán era, rigurosamente, su lengua materna. Aún más, muchas de las minorías judías de los países eslavos eran más afectas a la lengua alemana que a las lenguas nacionales reconocidas en sus territorios respectivos tras la disolución del Imperio Austrohúngaro.

Se trata, sin duda, de una historia trágica, tan trágica como la de los judíos españoles (españoles, al fin y al cabo) que al ser expulsados de la península en 1492 se llevaron con ellos la lengua de sus padres. La historia se ha repetido una y otra vez, y el pueblo judío se ha visto sometido innumerables veces a la desalentadora certeza de saberse extranjero en la tierra donde había nacido, aunque llevara viviendo en ella un tiempo inmemorial, aunque la lengua de esa tierra fuera la suya, la de sus padres y la de sus hijos.

Pero la moderna hostilidad hacia la lengua alemana por parte de algunos judíos parece ser más un fenómeno nacionalista, en el peor sentido de la palabra, alumbrado desde el propio Estado de Israel. La literatura alemana escrita por judíos durante la primera mitad del siglo XX es uno de los fenómenos más deslumbrantes de la historia de la literatura universal, un fenómeno del que Franz Kafka o Elías Canetti (sefardí cuyo apellido original era Cañete, por cierto) son sólo los más conspicuos ejemplos. Mal que le pesara al racismo nazi, la literatura alemana tenía en los escritores judíos a buena parte de sus mejores exponentes, y, sin duda, ésa es una de las mejores (pacíficas, paradójicas) venganzas que puede tramar el arte contra la irracionalidad y el fanatismo.

El intento de proscribir un discurso en alemán ante el Parlamento israelí representa justamente lo contrario: la represalia de los burócratas, la indignación del impotente, la demostración de una solemne estupidez. Hacer del idioma un enemigo es atributo de las mentes más estúpidas, pero aún más estúpida parece ser esa medida cuando el idioma en cuestión debe tanto al pueblo antaño perseguido.

La siguiente reflexión pretende ser estética, y en ningún caso política, pero aún así alberga alguna parte de verdad. Si algo ha caracterizado durante muchos siglos al pueblo judío es su verdadera internacionalidad, su capacidad de contemplar la realidad cercana de forma lateral, ajena a los prejuicios culturales de sus paisanos. Por eso a menudo era una mirada lúcida y genial. Sin embargo, desde que cuenta con un Estado, el pueblo judío se ha vuelto tan ciego y obtuso como todos los pueblos que cuentan con Estado, tan soberbio y prepotente como todo nacionalismo cobijado bajo banderas, fronteras inviolables e intocables constituciones nacionales. Y la mejor demostración de su asombrosa capacidad para haber arruinado lo mejor de sí mismos (largos siglos de persecución, pero también largos siglos de contrastada inteligencia individual y colectiva), no la representa la estúpida exigencia de que el alemán no hable en alemán ante el Parlamento. La mejor demostración es el genocidio que perpetran diariamente sobre el pueblo palestino.

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