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Columna
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Carteles

La otra noche vi a un grupo de chavales que pegaba carteles de Falange. Al observarlos me pregunté qué habrían leído de José Antonio Primo de Rivera y si sabrían que Franco fagocitó aquella organización política para utilizar en beneficio propio su liturgia y sus símbolos. Estaba claro que eran felices pegando aquellos carteles y acojonando un poco al personal con sus miradas amenazantes. Cocida de patriotismo, la alegre muchachada estampaba desordenadamente la cartelería en escaparates y fachadas sin que nadie se atreviera a recriminarles.

En realidad, más que las proclamas xenófobas de sus carteles, lo que llamaba la atención de los transeúntes era el absoluto desprecio que mostraban por el espacio que estaban empapelando, el mismo que por desgracia exhiben otras organizaciones políticas. Y no sólo los partidos, sindicatos, empresas y particulares pegan también su propaganda donde les viene en gana, contribuyendo generosamente a machacar la imagen de la ciudad. En Madrid quedan muy pocos semáforos o farolas sin anuncios: desde la búsqueda de un perro perdido hasta esos otros que publicitan alquileres o demandan trabajo dejando un fleco con los números de teléfono para que se sirvan los interesados.

Aquí, cualquier superficie vertical -ya sea de titularidad pública o privada- es válida para llamar la atención sobre el viandante sin que hasta ahora haya provocado mayor escándalo social el aspecto asqueroso que le da al tejido urbano. Fíjense en las rejillas y tapas de los registros que hay en los faldones de las fachadas y verán los difícil que resulta a encontrar una sola que no haya sido cubierta con pegatinas. Es el territorio en el que suelen ofrecer sus servicios pintores, albañiles, cerrajeros, antenistas y otros dignos representantes del chapuceo. La misma suerte corren las jambas de las puertas si ofrecen una superficie mínima para soportar microanuncios.

Bien pensado, a nadie puede extrañar la falta de respeto de la publicidad clandestina cuando los mismos propietarios e inquilinos de los edificios del centro de la ciudad machacan el paisaje con sus carteles y luminosos. Los responsables municipales reconocen que son excepción los rótulos que cumplen la normativa encaminada a proteger la imagen de la ciudad y que en Madrid impera la anarquía estética. Uno de los artículos de esa norma expresa categóricamente la prohibición de poner publicidad en los inmuebles de interés cultural y sus entornos de protección. Algo que debiera extenderse a todos los parques, edificios y elementos urbanos singulares incluidos en los catálogos de protección. Dense una vuelta por nuestra emblemática y teóricamente hiperprotegida Puerta del Sol y comprobarán hasta qué punto el reino de los logotipos, los luminosos y los cartelones anunciadores se pasa por la entrepierna la normativa municipal. Otro tanto sucede en las calles aledañas al kilómetro cero, aunque en ningún lugar el desmadre estético resulta tan sangrante como en el barrio de los Austrias. Lo que sucede en esas calles y plazas históricas es inimaginable en las zonas monumentales de Londres o París. Otro tanto acontece con los aparatos de aire acondicionado que son instalados en las fachadas con una impunidad tan escandalosa que merece comentario aparte. Hasta dónde llegará el asilvestramiento estético, que en la calle de Aduana, a unos pocos metros de la Puerta del Sol, un inquilino se ha permitido el lujo de instalar la bomba del acondicionador tapando la placa con el nombre de la calle y hasta ahora, que yo sepa, ni le han regañado. El Ayuntamiento parece consciente del desastre general y ha abierto unas decenas de expedientes en el intento de poner algo de orden.

Sin embargo, para limpiar esa jungla se necesita un buen machete legal y la ordenanza vigente ofrece demasiadas garantías y oportunidades a los infractores para que mantengan sus cartelones o sus mamotretos sin mayor problema.

Al endurecimiento de la norma habría que añadir unos catálogos de publicidad acordes con la estética de cada espacio urbano. Nada que no esté inventado e implantado con éxito en otras capitales europeas. Si queremos una ciudad presentable, hay que ponerse muy serio y levantar algunas ampollas. Es cuestión de voluntad política.

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