¿Leemos el mismo tratado?
¿Cómo es posible que el Tratado Constitucional me enfrente ahora con tantos y tan queridos amigos, a quienes me unen tantos combates y tantas esperanzas? ¿Cómo es posible que este tratado me sitúe ahora en otra trinchera que la de Fernando Álvarez de Miranda, Fernando Morán, José María Gil-Robles, Enrique Barón, Carlos Brú, Antoni Gutiérrez, Íñigo Méndez de Vigo, Pere Portabella, Antonio Santesmases y tantos otros compañeros con quienes he compartido y comparto los ideales de la democracia europea? La única explicación posible es que no nos referimos al mismo texto, que no estamos leyendo el mismo tratado. Lo que, aparte de una pirueta retórica, puede tener el fundamento de que se trata, en la edición oficial francesa que estoy manejando, de un conjunto de 324 páginas, más los dos anexos y sus 460 páginas, sin olvidar los 36 protocolos y las 50 declaraciones; todo lo cual forma un corpus heteróclito, dividido en cuatro partes, de las que las dos primeras, de condición genérica y declarativa, se centran en los principios y valores de la Unión y tienen un estatus casi antagónico del de la tercera, que es de naturaleza dispositiva y relativa a las políticas concretas y al funcionamiento de las mismas.
La dificíl accesibilidad a una masa textual tan extensa y compleja ha llevado a los gobiernos a facilitar su conocimiento simplificando su presentación o recurriendo, en el caso sobre todo de ratificación popular mediante referéndum, a técnicas propias de la mercadotecnia de identificación afectiva. Y así, en el caso francés, tanto el folleto editado por su Ministerio de Asuntos Exteriores como el del Servicio de Publicaciones de las Comunidades Europeas han optado por eliminar la Tercera Parte, suprimiendo 332 de los 448 artículos del Tratado, con lo que el lector ignora las contradicciones entre el inventario axiológico declarativo de las dos primeras partes y las aplicaciones concretas del mismo que figuran en el articulado dispositivo de la Tercera. El Gobierno español, en cambio, ha preferido la vía de la identificación global y personalizada, confiando esa tarea a personalidades mediáticas de gran valencia positiva como Zinedine Zidane. En cualquier de los dos casos, el desencuentro en la interpretación es casi inevitable y nos coloca en una situación límite de contrapedagogía ciudadana.
No es éste el caso de las personalidades amigas que acabo que citar y con las que, sin embargo, parece que tengo diferencias importantes en la evaluación de las posibilidades que el tratado ofrece para la construcción de una Europa política, social y ecológica. A mi juicio, la exigencia de unanimidad en las decisiones del Consejo Europeo en materias de política exterior, de armonización fiscal y de gobierno económico que impone el tratado, y que extiende a las cooperaciones reforzadas en estos mismos ámbitos, supone un obstáculo casi insalvable para la consolidación de una soberanía europea independiente y de progreso. En efecto, ¿cómo puede la Unión Europea con las unanimidades de este tratado tener una política exterior realmente autónoma mientras el Reino Unido y los paises que le son afines se obstinen en vincularla a la política norteamericana?
Especialmente en una fase en la que la declaración de Bush, con ocasión de su segundo mandato, sobre la lucha por la democracia y contra las dictaduras, conjuntamente con el resultado de las elecciones en Irak y con el creciente ruido de tambores de guerra en torno de Irán exige una Unión Europea vigilante y absolutamente dueña de su acción exterior. De aquí la extrema urgencia en reconducir los términos de la propuesta que se nos hace elaborando una nueva proposición sustitutiva y/o complementaria de la actual. Trabajemos sin amenazas ni catastrofismos para construir una Carta Magna de Europa que todos leamos de manera unívoca y que nos ayude a contribuir a la paz mundial. Estamos en el marco del Tratado de Niza desde mayo del pasado año sin que se nos haya hundido Europa y si seguimos adelante con el proceso de instalación del nuevo Tratado necesitaremos hasta 2014 para concluirlo. Tenemos tiempo, pues, para rectificar y dotarnos de ese soporte institucional que nos permita construir la Europa que necesita el mundo.
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