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LA SITUACIÓN EN EL PAÍS VASCO
Columna
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Juegos de manos

Josep Ramoneda

"Distingo ergo sum". Si, como pretendía Carl Schmitt, distinguirse del otro -identificado como enemigo- es la esencia de la política, en el debate sobre el plan Ibarretxe no hubo actor más político que el lehendakari. Ibarretxe vino pertrechado sobre la vieja ideología alemana que sustenta que todo derecho es el derecho de un pueblo. Y construyó su balada triste con todos los lugares comunes sobre el conflicto entre el País Vasco y España, que quiere decidir sobre un futuro que sólo pertenece a los vascos y vascas. Pero enfrente estaba Zapatero, un político posideológico que parece haber desterrado la idea de política como confrontación entre amigos y enemigos. Y así lo formuló: "Si vivimos juntos debemos decidir juntos". Para Zapatero la política tiene más que ver con lo que se comparte que con la apoteosis de las diferencias. Quizás porque sabe que el primero de los derechos individuales, que, por cierto, en Euskadi no rige, es el derecho a la indiferencia, es decir, a no ser tratado ni señalado como diferente.

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El debate podría ser descrito como un episodio más de los enfrentamientos entre liberales y comunitaristas que han dominado la política contemporánea. La primacía del individuo convertido en ciudadano frente al principio de una realidad comunitaria presentada como anterior y superior a cada uno de los sujetos que sus predicadores reconocen como propios. La gran novedad fue ver a Mariano Rajoy, el representante de una derecha de escasa tradición liberal, deconstruyendo "los mitos sin fundamento" que hacen imposible el diálogo, con argumentos genuinos de la cultura de las Luces.

Una vez más han asomado los interrogantes sobre el peculiar estilo de Zapatero en que las viejas categorías políticas son, a menudo, sustituidas por categorías morales o, incluso, de urbanidad y buenos modales. No seré yo quien llore por la disolución de viejas ideologías que han segregado muchos de los males enquistados en el mundo. Quizás hay que empezar a entender a Zapatero en clave generacional. La democracia española se construyó a partir de la cultura política de los setenta. ¿Es Zapatero el exponente de un cambio de cultura? ¿Es posible que la ciudadanía conecte mejor que la clase político-mediática, viciada por un lenguaje político ya en vías de obsolescencia?

En cualquier caso, Zapatero y Rajoy recorrieron caminos distintos para llegar a la misma meta: el "no". Pero tampoco los "no" fueron idénticos: Rajoy fundó el suyo en el mantenimiento del acervo adquirido: el Estatuto de Gernika como máximo punto de encuentro entre vascos. Y, en cambio, Zapatero abrió la puerta "a una realidad nueva", más integradora, de "todos y para todos". No es fácil de entender el destino de una idea de la política que parece construida sobre la creencia de que caminando sobre las aguas de los conflictos se pueden calmar las olas. Pero, de momento, ha conseguido que el Parlamento español hiciera con plena normalidad un debate sobre el País Vasco con la presencia del lehendakari. Como dice un amigo, ha sacado una de las telarañas que quedaban de la transición.

Un político cuando sufre una derrota que afecta a sus planes básicos acostumbra a dimitir. El lehendakari ha cuadrado bien el calendario para convocar elecciones ya, sin reconocimiento de derrota. Aunque su rostro no era precisamente de entusiasmo, el lehendakari nunca aceptará que perdió. Se presentará como víctima, una vez más, del desprecio de España por la voluntad mayoritaria de los vascos. Y así buscará ganar las elecciones. Pero esta vez el lehendakari ha quedado en fuera de juego y el desafío a la legalidad no es muy apreciado en sociedades acomodadas como las nuestras.

Se puede criticar este doble juego de Ibarretxe que fuerza las reglas y después tiende la mano; sin embargo, lo realmente grave de su discurso fue, una vez más, la ausencia de las víctimas y la incapacidad de reconocer la asimetría de derechos entre los ciudadanos vascos. Sólo de pasada mencionó el daño inmenso que el terrorismo hace a las personas y sus familias equiparándolo al daño a la imagen del País Vasco. Ese olvido no es un descuido. Los mil muertos han de ser invisibles, porque reconocerlos es aceptar que en el País Vasco antes que un problema nacional hay un problema democrático. Si se incorporan las víctimas y los amenazados, aparece un paisaje con cadáveres y escoltas que deja en evidencia los juegos de manos del lehendakari.

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