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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Rareza y encanto de la filosofía

Es curioso que un libro que intenta ser una iniciación a la filosofía (decir "introducción" sería un tanto absurdo en un libro apretado de casi setecientas páginas), y que lo es, y que lo es a un nivel originalísimo y profundo, presente al lector, en quince aporías, justamente las dificultades de su aprendizaje. Puede que ello desconcierte, pero supone un modo lúcido de proceder. Entre otras cosas porque es efectivo: con una llaneza y facilidad sorprendentes, nos va introduciendo (en este sentido sí) en los vericuetos más paradójicos, incluso, de la filosofía. En la que inicia desde lo profundo más que desde lo general, de una manera honesta y rigurosa más que populista, siempre con la elegante sencillez y claridad de un gran maestro socrático, como demuestra ser el profesor José Luis Pardo (Madrid, 1954).

LA REGLA DEL JUEGO. Sobre la dificultad de aprender filosofía

José Luis Pardo

Galaxia Gutenberg/Círculo

de Lectores. Barcelona, 2004

688 páginas. 22,90 euros

Pero tampoco es tan extraño

ni tan desconcertante este modo de hacer, porque la dificultad de la filosofía es también su encanto especial. Y, además, la filosofía no es difícil, es más bien rara, muy rara. Tan rara que a veces parece que a ella también le sucede lo que el autor afirma de la poesía: "La manera de decir es el todo de la cuestión, porque se trata en ella de decir algo que en cuanto tal se agota en su manera de ser dicho, que no es sino una manera de decir o de decirse algo". (Por eso Fichte se quejaba, no tanto de que le copiaran las ideas, que son patrimonio de la humanidad, sino que le copiasen su manera de decirlas, porque la aventura filosófica y su validez siempre está en lo personal de un talante, en lo personal de una vida entregada a la teoría, en el renacimiento personal a un espíritu nuevo...

). Y, dentro de esas peculiares condiciones del decir, tiene, además, que hacer ver las cosas que dice, y para ello adivinar la palabra exacta que haga visible aquello de lo que habla, aunque aquello de lo que habla no sea más, ni menos, que otra palabra (la palabra es en nuestra cultura el origen de todo y, por tanto, el reducto más esencial de las cosas). Y nunca consigue nombrar con esa evidencia lo oscuro, quizá por la simple razón de que es esencialmente oscuro (y, por tanto, seguirá siéndolo). Como todo lo esencial de la vida. No se trata de dar soluciones o sacar conclusiones, en filosofía. En su juego inconcluyente hay algo muy profundo: "Lo que importa no es la conclusión, sino el tipo de entereza no-exhaustiva o de acabamiento que se produce por el procedimiento de no alcanzar esa conclusión". En esa dialéctica de superconsciencia circular salta, quizá, la chispa de un atisbo en el andamiaje del juego del pensar y, por tanto, del mundo y de la vida.

Sí, la filosofía es muy rara: comienza antes de tener nombre (al día siguiente de la muerte de Sócrates) y acaba cuando lo tiene (el día antes de la muerte de Aristóteles), dice el autor. Comienza con el asombro ante las cosas (o las palabras) y acaba a manos de sus perros guardianes (diría Nizán), cuando "la filosofía" se convierte en un corpus endurecido de terminología técnica y corsés lógicos. Lo mismo le sucede a todos los libros de filosofía auténticos, como éste: "Comienzan antes de que esté decidido en lo más mínimo a qué pueda llamarse 'filosofía' (todos los grandes filósofos la han reinventado en un juego esencial), y acaban un momento antes de que todo el mundo sepa ya demasiado bien lo que significa esa palabra". Es un ejercicio de vida y de muerte la rara filosofía. Un ejercicio de implosión, por la palabra, en el ser de las cosas y de uno mismo, y un ejercicio de entrenamiento en el no-ser. Y, en definitiva, la filosofía consiste casi en morir y estar muerto: en el Fedón leemos que el filósofo es "un hombre que se dispone a sí mismo durante su vida a estar lo más cerca posible de estar muerto", porque "los que de verdad filosofan se ejercitan en morir".

La rara filosofía, además, como sucede en los diálogos platónicos, sólo consigue situar su discurso cuando se encuentra en un lugar intermedio (fuera de la ciudad, pero dentro de la comunidad), a la búsqueda, sin embargo, de un lugar absoluto. Nació en una época (fines del siglo V) desgraciada de Atenas, tras treinta años de guerras que perdió. En una ciudad desarraigada, sin sus ordenaciones, dioses, leyes, costumbres, modos de vida...

Como diría Sloterdijk, el proyecto "amor a la sabiduría" fue el de vacunar la vida con la locura del ser. Había que buscar un punto absoluto de donde ya no hubiera desarraigo posible. La polis hubo de adoptar medidas cósmicas, convertirse en una ciudad absoluta, cobijada por el ser bien redondo. Vivir en la ciudad significaría en adelante vivir en el ser. La ciudad se identificó con el cosmos. El filósofo fue, y es, el experto en esas mudanzas interplanetarias, metafísicas, un especialista en enfermedades de cultura, de sentido, de ilocalización en el mundo. Las primeras escuelas filosóficas pretendieron hacer de meros seres humanos puntos de conexión del logos cósmico. Para ello, en la Atenas postsocrática Platón recomendó análisis lógicos y ejercicios espirituales de elevación anímica. La Academia fue la escuela de este exilio cósmico en busca de sentido, perita ya en los mecanismos de transferencia y sublimación como movimientos primarios de la vida consciente. El lenitivo del alma a la intemperie fue el recuerdo de un saber uranio, anterior a historias y patrias.

Sí, la filosofía es tan rara que

habla de memoria, es rememoración de una sabiduría antigua que no pertenece a ninguna época precedente, a ninguna anterioridad mítica (aunque ésta le sirva de imagen): su experiencia del tiempo anterior, de "la vida interior del alma en un tiempo precedente", no es la de ningún tiempo precedente, ni siquiera la de algo que esté antes del tiempo o fuera de él. El tiempo de la filosofía ni siquiera permite recuerdo alguno en el sentido ordinario del término. Se trata de una experiencia del tiempo "que no se deja pensar como serie de instantes, de horas o fechas de calendario y que es, sin embargo, el tiempo de todas las cosas que importan", el tiempo de la propia esencia, quizá el tiempo de aquello que llamaba Goethe el "abismo del núcleo": de la absoluta arjé del germen, a partir de la cual todo nuestro ser y nuestra esencia se organizan en sí mismas, en su unicidad, explicaría Kerényi. La filosofía, en este sentido, no es arqueología de la Grecia arcaica, sino inmersión en una Magna Grecia críptica. Remite a una anterioridad cuya pérdida va unida al nacimiento, al hecho de haber nacido, de ser mortales, de tener que aprender para la supervivencia. De ahí la importancia de enseñar a aprender filosofía, como hace este libro. A vislumbrar una sabiduría que no es más, quizá, que "algo que sólo es posible echar de menos", como dice el autor.

El esclavo que aprende geometría sin saber cómo lo ha hecho es la réplica de Sócrates a aquella aporía sofista con que se inicia este libro y que lo recorre entero: aprender es totalmente imposible, porque es imposible aprender lo que no se sabe (no se sabría qué hay que aprender) e igualmente imposible aprender lo que se sabe (puesto que ya se sabe). Este libro es un ejercicio no de superar las aporías, sino de hacerlas elementos fundamentales de la conciencia intelectual, encontrar en ellas el sentido más oscuro y profundo, más relevante, de la condición del pensar humano y de sus creaciones. La famosa aporía de la máthesis (la dicha), en la que está el corazón de la dificultad de aprender, es el hilo conductor de este libro desde el punto de vista material. Desde el punto de vista formal o estilístico, lo es la imagen wittgensteiniana de la filosofía como la actividad de un explorador que se propone componer un catálogo de reglas explícitas (escritas) para reflejar las leyes de un juego al que juegan espontáneamente unos nativos y que, antes de la llegada del explorador, existen únicamente en el dominio de lo implícito y en estado puramente práctico. Seguir la pista de estos dos juegos, el de la teoría y la práctica, el del rebuscamiento y la ingenuidad, el del explorador y los nativos, de estas dos "mitades", que se convierten en la Modernidad en cosas tales como razón teórica y razón práctica, narratividad y temporalidad, comunidad y sociedad, autenticidad y vulgaridad, etcétera, es la trama de este libro, que sigue en ello el tenso camino de otros dos de su autor: Las formas de la exterioridad (Pre-Textos, 1992) y La intimidad (Pre-Textos, 1996).

Si de alguna "tesis" de fon-

do pudiera hablarse en este libro, sería la siguiente: la dificultad de aprender algo, de ser mejor al final de lo que éramos al principio o, como decía Aristóteles, de "progresar hacia sí mismo", la dificultad de llegar a ver algo, como hubiera dicho Wittgenstein, del Gerüst o armazón del juego al que jugamos, esa dificultad de la cual la filosofía siempre es contemporánea y sin cuya apreciación no puede haber, propiamente hablando, filosofía, consiste en que hay dos juegos y en que la diferencia entre ellos es absolutamente insuperable. Con uno comienza y con otro acaba la filosofía, incesantemente. El hecho de que haya dos juegos y de que sean mutuamente irreductibles es lo que justamente vuelve difícil el asunto, lo que hace difícil la articulación de ambos y, en definitiva, el aprender. Sería más fácil si ambos juegos pudieran reunirse en uno sólo, en un tercer juego o superjuego que, al superar su diferencia, allanase la dificultad. Pero la filosofía no es ese superjuego que eliminaría la dificultad sino todo lo contrario: es el esfuerzo por mostrar una y otra vez esa diferencia y esa articulación, por impedir todos los intentos de reducir la práxis a la teoría, el encanto de la espontaneidad a los corsés del manual, y viceversa, y por sostener que, aunque ello convierte el aprender -el "progresar hacia sí mismo", el llegar a ver algo del andamiaje del juego al que jugamos- en algo difícil, dificilísimo, trabajoso y lentísimo, no es, sin embargo, algo radicalmente imposible, sino que nos deja siempre una -difícil- oportunidad.

Dos filósofos conversando, cuadro de Pedro Pablo Rubens.
Dos filósofos conversando, cuadro de Pedro Pablo Rubens.

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