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Columna
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La soledad

Antonio Pastor vive en Granada. Oigo por la radio su palabra viva, superviviente, recordando los campos de exterminio nazi. Los republicanos españoles tuvieron ocasión de comprobar la variedad cruel de los campos de concentración en España, Francia y Alemania. Está bien recordar. La literatura se esfuerza en ver y recordar para contárselo a otros. La literatura tiene en su parte más noble un corazón de anciano que se niega a caer en el olvido. La realidad no puede diluirse en la nada. Oigo a Antonio Pastor y siento que el olvido no es cosa de los hechos pasados. El olvido vive en el presente, día a día, acompañándonos en los asuntos de la actualidad, siguiéndonos hasta el quiosco o hasta la consulta del oculista. El olvido es un modo de mirar hacia otro lado, de ocupar el tiempo en otra cosa. Las ideologías, las avaricias, los intereses patrióticos, el himno interminable de los negociantes, el miedo, la incomprensión, alimentan nuestra capacidad de horror, nuestra crueldad. Pero el horror al final se concreta en el dedo que aprieta el botón de una cámara de gas, o en la voz del médico que decide los que deben morir, o en las manos del soldado que conduce los cadáveres al crematorio, o en el silencio del vecino que deja de saludar al judío por miedo, o por desprecio, o por seguir una consigna, o por simple costumbre. Pese a las banderas y los credos, el horror es una decisión personal y cotidiana, y nos acompaña al trabajo, y pasea con nosotros por las calles de la ciudad. Los judíos exterminados por el nazismo simbolizan a todos los seres que dejamos solos con nuestro silencio personal, con nuestra rutina personal, con nuestro olvido personal. Republicanos españoles, socialistas y comunistas, homosexuales, gente desvalida, ancianos, enfermos, todos aquellos que necesitan cuidados, compartieron horror y muerte con los judíos en los campos de concentración. La libertad, la necesidad y la dignidad humana, nuestra dignidad, ardieron en los hornos de Auschwitz.

El único homenaje que está a la altura de la soledad de las víctimas es la soledad del que se niega a ser verdugo o cómplice de los verdugos. El terror es una decisión personal, necesita de nosotros, y por eso hay que aprender a quedarse solos, a decir no, lo siento, no puedo, cuando las ideologías, las banderas y las olas de pánico imponen el consenso, la unanimidad, la comunión, y exigen nuestro convencimiento o nuestra complicidad. Que un judío o un republicano como Antonio Pastor criticara a los nazis parece lógico. Más difícil resultó que un alemán supiera decir no, lo siento, no puedo, cuando la patria alemana le exigió la unanimidad ante la barbarie. Pero la dignidad se hace con el no, con la negación del médico que se niega a colaborar con el exterminio, o del tendero que no está dispuesto a dejar de venderle manzanas a un judío, a un gitano o a un moro, o a mí, poque el horror es particular tanto cuando se produce como cuando se recibe. Al final estamos siempre por medio y solos. Salvó nuestra dignidad el alemán que se quedó solo y dijo no a los suyos. Salva nuestra dignidad el judío que dice ahora no a los crímenes de sus gobiernos en Palestina, o los norteamericanos que han dicho no al genocidio de Irak. Podemos seguir juntos gracias a la gente que sabe quedarse sola.

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