Cuatro años después
La carta abierta del crítico Ignacio Echevarría a Lluís Bassets, director adjunto de este periódico, tocante a la retención de sus colaboraciones a raíz de una severa reseña de la novela de Bernardo Atxaga, El hijo del acordeonista, publicada por Alfaguara, exige desde luego una reflexión y la apertura de un debate en torno a la difícil independencia del crítico respecto a los intereses empresariales y, añadiría yo, a las consideraciones de corrección política que a menudo la traban. La reseña que desencadenó el incidente no fue censurada, puesto que apareció en las páginas de Babelia; pero, como si se tratase de un signo propio de los tiempos que vivimos, en los que las libertades que se afirman en teoría se niegan en la práctica, el autor tuvo que hacer frente a unas consecuencias completamente al margen de consideraciones literarias. El tema no es nuevo, aunque sí se manifiesta, como él dice, con mayor "descaro": forma parte de la casi absoluta comercialización -pienso en otra palabra más fuerte- de la vida literaria española en la que, por citar un ejemplo, los premios de las editoriales más conocidas suelen otorgarse de antemano y los jurados que los avalan se limitan a plebiscitarlos como en los referendos de Franco o del socialismo real. Algo huele a podrido, no en la lejana Dinamarca sino en nuestro luciente Parnaso, y resulta difícil a estas alturas sorprenderse con ello. Echevarría ha tenido más suerte que yo: el apoyo de un centenar de novelistas, críticos, editores, etcétera, que se adhieren al contenido de su carta abierta y entre los cuales cabe destacar un buen puñado de ellos libre de toda sospecha -comenzando con Rafael Sánchez Ferlosio, el mejor Cervantes español desde que el premio existe- junto a otros de dudosa autoridad moral y algunos cuya firma ocasiona vergüenza ajena. A esto se llama mezclar capachos con berzas, con la consecuencia de que tal mezcolanza empañe a mi entender la credibilidad y buena fe de quienes salen en defensa de la libertad amenazada.
Cuando hace cuatro años señalé dicho estado de cosas en estas mismas páginas de Opinión (Vamos a menos, EL PAÍS, 11 de enero de 2001), aguardaba un debate sereno sobre el tema, que no se produjo. Salvo unas pocas revistas marginales o de circulación limitada, nadie entró al trapo. El artículo se discutió, eso sí, de viva voz y, cuando días después de su publicación pasé por Madrid, recogí el comentario unánime: "Has escrito lo que todo el mundo piensa". "En este caso", repuse a más de uno, "¿por qué nadie lo expresa?" De nuevo me topaba con el fatídico dicho de Larra: "Lo que no se puede decir, no se debe decir". Y no obstante tenía más suerte que un autor tan estimable como Julio Llamazares, cuya opinión sobre el asunto, anterior a la mía y coincidente con ella, no obtuvo el nihil obstat. En corto: la discusión provechosa y abierta brilló por su ausencia y las cosas siguieron como antes.
Pero lo que asombra e inquieta a muchos lectores es que Ignacio Echevarría haya tardado catorce años en advertir dicha situación. Él, como el ex crítico-estrella de este periódico y algunos firmantes de la carta abierta se abrieron camino a pulso en este mundo de poderosos intereses empresariales y de amores y odios compartidos con el responsable de turno. Divisiones implícitas, pero respetadas: los de la Casa y los de Fuera, los correctos e incorrectos. ¿Han meditado los interesados en el ninguneo por razones diversas de figuras tan dispares como Julián Ríos, Gregorio Morán o Alfonso Sastre, cuya obra Lumpen, marginación y jerigonza fue vetada por la casi totalidad de la prensa "seria" por causas que nada tienen que ver con el aguijador contenido del libro? Otros escritores, poetas y novelistas de valor -la lista no es corta- fueron empujados también a los márgenes y condenados a una provisional e ilusoria inexistencia. El fenómeno es general -en los grandes periódicos franceses ocurre algo parecido, como lo prueba que, por motivos idénticos, el mejor de ellos prescindiera de los servicios de su crítico más solvente a consecuencia de una reseña negativa de la obra de un colaborador de sus páginas- pero, por ello mismo, no se puede a estas alturas fingir inocencia de vestal y rasgarse las vestiduras cuando el conflicto con intereses "superiores" no afecta a otros, sino a uno mismo.
Sería conveniente releer a Cernuda y sus lúcidas reflexiones expuestas en diferentes ensayos para comprender que "en España, las reputaciones literarias han de formarse entre gente que, desde hace siglos, no tiene sensibilidad ni juicio, donde no hay espíritu crítico ni crítica y donde, por tanto, la reputación de un escritor no descansa sobre una valoración objetiva de su obra". O la advertencia elemental de que la crítica "no consiste en administrar un compuesto de azúcar, melaza, sacarina y jarabe a aquellos escritores admirados y palo tras palo a aquéllos detestados por el crítico".
Creo que esta última observación se ajusta como vitola al habano a algunas reseñas de Echevarría: yo he recibido de él, no sé si con razón, bastantes palos (aunque por fortuna no de "destrucción masiva") y recuerdo, entre otras, sus loas a un autor admirado por él en las que, como evoqué sin nombrarlo en mi artículo de hace cuatro años, acumulaba una docena de adjetivos entusiastas ("piropos" o "mimos" en el lenguaje de Cernuda) que harían sonrojar al propio Cervantes.
Los escritores podemos sacar provecho de las críticas bien fundamentadas, y a mí me han sido muy útiles al hilo del tiempo para remediar insuficiencias y paliar defectos (por ello, el cineasta Néstor Almendros solía decir con humor: "Yo nunca critico a mis enemigos porque a lo mejor aprenden"). Pero ni el incensario no justificado con análisis y argumentos ni el encarnizamiento contribuyen a la solidez de la confianza en el crítico ni ayudan a los reseñados que, como Artxaga, necesitan una luz que les oriente sobre la mejor manera de eludir el lugar común y el sentimentalismo fácil.
Mas vuelvo al panorama de la vida literaria española y a la libertad del menester de crítico. Las observaciones de Cernuda y, antes de él, las de Azaña, cayeron en saco roto. Las jerarquías universitarias heredadas del franquismo, la incorregible burocracia cultural y la convergencia del poder asfixiante de los grandes consorcios editoriales con el canibalismo tribal se conjugan con terrible eficacia para ahogar la independencia intelectual. Se vende, se sigue vendiendo, gato muerto por liebre viva, y ello con la complicidad o resignación de los críticos, sometidos a veces a presiones difíciles de soportar. La necesaria transición cultural se hace esperar (¡ojalá el Cervantes otorgado a Sánchez Ferlosio sea la ceja del alba de ella!) y, entre tanto, el carrusel de los "tíos vivos" da vueltas y más vueltas para mayor gloria de la Literatura Nacional y de las conmemoraciones del Quijote que nos aguardan.
En tales circunstancias, episodios como el que comentamos son producto de un sistema de difícil arreglo. El oficio crítico exige un espíritu de independencia casi heroico y, por consiguiente, poco común. Pero la justa denuncia de lo acaecido tendría mejores credenciales si el represaliado y algunos de los que con oportunismo flagrante se solidarizan con él, no se hubieran beneficiado durante años de tal situación y hubieran abierto el debate a su debido tiempo.
Juan Goytisolo es escritor.
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