La oscuridad siempre visible
Hace ahora 60 años, en enero de 1945, se pararon las ruedas destructoras de Auschwitz. Los pocos que quedaban vivos describen el silencio reinante como el silencio de la muerte. Los que salieron de los escondites donde se habían refugiado durante la guerra -los bosques y los monasterios- describen también el sobrecogimiento de la liberación como un silencio helador y paralizante. Nadie era feliz. Los supervivientes miraban asombrados las vallas. El lenguaje humano, con todos sus matices, se convirtió en una lengua muda. Hasta palabras como horror o monstruo parecían exiguas o pálidas, por no mencionar otras como antisemitismo, envidia, odio. Un crimen tan colosal sólo se puede cometer movilizando la parte más oscura del alma. Para imaginar dicha oscuridad se necesita al parecer un nuevo lenguaje.
¿Dónde hemos estado? ¿Qué nos ha pasado? ¿Qué queda de nosotros?, se preguntaban los supervivientes. Primo Levi intentó usar imágenes del infierno de Dante; otros recurrieron a las obras de Kafka, especialmente El proceso y En la colonia penitenciaria. En la colonia penitenciaria de Auschwitz, el judío no era condenado por sus viejas o nuevas creencias, sino por la sangre que recorría por sus venas. En el Holocausto, la biología determinaba el destino de una persona. En la Edad Media, al judío lo mataban por sus creencias. Un judío que decidía convertirse al cristianismo o al islam se salvaba del sufrimiento. En el Holocausto, no había elección. Judíos practicantes, judíos liberales, judíos comunistas y judíos convencidos de que no eran judíos fueron hacinados en guetos y campos. Su único y exclusivo delito: la sangre judía de sus venas.
El Holocausto se prolongó seis años. Probablemente nunca hubo unos años tan largos en la historia judía. Fueron los años en los que cada minuto, cada segundo, cada décima de segundo contenía más de lo que era capaz de soportar. Reinaban el dolor y el temor, pero incluso entonces, en medio del hambre y la humillación, brotaba el asombro: ¿es esto el hombre? Durante el Holocausto, no hubo cabida para el pensamiento o el sentimiento. Las necesidades del cuerpo hambriento y sediento lo reducían a uno a polvo. Seres humanos que hasta el día anterior habían sido médicos, abogados, ingenieros y profesores robaban un trozo de pan a sus compañeros y al ser descubiertos lo negaban y mentían. Esta degradación que muchos experimentaron nunca podrá borrarse. En los campos aprendimos que, en situaciones de hambre y frío, el cuerpo puede perder sus cualidades divinas. También eso formaba parte de la malignidad del asesino: no sólo asesinar, sino primero humillar completamente a la víctima, exterminar cada fibra de voluntad y fe, convertirla en un cuerpo despreciable cuya alma había huido, y sólo entonces, completada esa degradación, asesinarla. El deseo de vilipendiar a la víctima hasta sus últimos momentos era casi tan grande como el deseo de asesinar.
En 1945 se extinguieron los hornos. Jean Améry, prisionero de Auschwitz y uno de los que mejor ha analizado el Holocausto, afirma en uno de sus ensayos que "cualquiera que ha sido torturado no vuelve a sentirse a gusto en el mundo". Los grandes desastres naturales nos dejan conmocionados y mudos, pero el asesinato masivo perpetrado por seres humanos contra otros seres humanos es infinitamente más doloroso. El asesinato revela maldad, odio, cinismo y desprecio hacia cualquier creencia. Todo el mal del hombre asumió forma y realidad en los guetos y en los campos. La simpatía que durante un tiempo creímos que el hombre contemporáneo sentía por sus semejantes se arruinó para siempre. En 1945 comenzó la gran migración de los supervivientes: un mar de cuerpos, muertos una y otra vez y ahora resucitados. Algunos querían volver a sus países, a sus casas, otros querían emigrar a Estados Unidos, y había quien quería llegar a las costas mediterráneas y de allí viajar a Palestina. Incluso entonces, en esa extraña resurrección, surgió la primera pregunta: ¿Qué es un judío? ¿Por qué nos persiguen con tanta amargura y crueldad? ¿Hay en nosotros algo oculto que nos condena a la muerte? Muchos consideraron -si un individuo puede hablar en nombre de muchos- que los seis años de guerra fueron años de una profunda prueba. Habíamos estado en el infierno y en el purgatorio y ya no éramos lo que éramos.
Algunos entraron en el infierno siendo gente piadosa y salieron igual de piadosos. Esta postura merece respeto. Pero la mayoría de los supervivientes -yo mismo, y especialmente los jóvenes- estábamos fuera del ámbito de la fe, y desde las primeras etapas de la liberación, quedamos enzarzados en la pregunta de cómo seguir viviendo una vida que tuviera sentido. La tentación de olvidar y ser olvidados y de volver a asimilarnos a la vida normal acechaba a todos los supervivientes. Si apenas somos capaces de comprender e interiorizar la muerte de un niño, ¿cómo podemos llegar a entender la muerte de millones? En aras de la cordura, los supervivientes levantaron barreras entre sí mismos y los horrores que habían padecido. Pero cada barrera, cada distancia, te separa inevitablemente de la experiencia más significativa de tu vida, y sin esa experiencia, por dura que pueda ser, eres doblemente imperfecto: un defecto que te impusieron los asesinos y un defecto que tú perpetraste con tus propias manos.
Dios no se reveló en Auschwitz ni en otros campos de concentración. Los supervivientes volvieron del infierno heridos y humillados. Fueron traicionados por los vecinos entre los que habían vivido ellos y sus antepasados. Fueron traicionados por la cultura occidental, por los alemanes, por el idioma y la literatura que tanto admiraban. Fueron traicionados por las grandes creencias: el liberalismo y el progreso. Fueron traicionados por sus propios cuerpos. ¿A qué aferrarse para vivir una vida que tenga sentido? Para muchos estuvo claro que la renuncia al judaísmo, que caracterizó al judío emancipado, ya no era posible. Después del Holocausto era inmoral.
No es de extrañar que muchos de los supervivientes fueran a Israel. Sin duda querían llegar a un sitio donde pudieran dejar atrás su condición de víctimas y afirmar su responsabilidad por su destino, un lugar donde pudieran conectar con la cultura de sus antepasados, el idioma de la Biblia y la tierra que dio a luz a la Biblia. Esta no es una historia con un final feliz. Un médico que sobrevivió, con un pasado religioso, y que puso rumbo a Israel con nosotros en junio de 1946 nos dijo: "No vimos a Dios cuando le esperábamos, así que no tenemos más alternativa que hacer lo que se suponía que tenía que hacer él: protegeremos a los débiles, amaremos, confortaremos. De ahora en adelante, la responsabilidad es toda nuestra".
Aharon Appelfeld, escritor israelí nacido en Rumania, es profesor de Literatura Hebrea en la Universidad Ben Gurion de Negev. Fue deportado a los ocho años, aunque logró evadirse. Es autor, entre otras obras, de Historia de una vida (Península) y Vía férrea (Losada). Traducción de News Clips © Aharon Appeslfeld, 2005. Este artículo ha sido publicado por The New York Times.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.