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Columna
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Ceniza

"TODA OBRA de arte está muerta cuando se le priva del amor", afirmó André Malraux (1901-1976) en su alocución del primer congreso de escritores soviéticos, celebrado en agosto de 1934. Aunque su interés por el arte es casi inseparable de sus primeros pasos como escritor y aventurero, la gran cosecha de sus ensayos sobre la creación artística se produjo tras la Segunda Guerra Mundial y, de una u otra manera, no terminó hasta su muerte. Su producción literaria al respecto es cuantitativa y cualitativamente apabullante, como lo demuestran los dos tomos que, en 2004, ha publicado, con el título Escritos sobre arte, la célebre colección francesa de la Biblioteca de La Pléiade, de la NRF de Gallimard, formando parte de los volúmenes IV y V de sus Obras completas. Ahí están no sólo sus grandes obras, como Las voces del silencio, El museo imaginario de la escultura mundial o La metamorfosis de los dioses, sino todos sus restantes ensayos "menores" y un sinfín de artículos, conferencias, prefacios, esbozos y notas. Aunque el aparato crítico de Henri Godard y sus colaboradores es, como corresponde a este modelo de edición, muy considerable, lo escrito directamente por Malraux suma unas tres mil páginas, en las que, además, no hay evento artístico, desde la prehistoria hasta el momento de su muerte, que de alguna forma no haya sido objeto de atención.

Ciertamente, esta ingente información sobre el arte de todas las civilizaciones no sería impresionante por sí misma si no fuera porque el tratamiento crítico que le dio Malraux no hubiera estado siempre marcado por la pasión y la reflexión polémica más ardientes. Adelantándose varias décadas a lo que hoy constituye el uso social del arte, nada hubo, sin embargo, en su estilo literario que se parezca a la divulgación didáctica y, todavía menos, a la erudición histórica convencional. Pensaba que la sorprendente supervivencia del arte al margen del contexto histórico en el que surgió, que su "intemporalidad" eran el gran desafío al que tenían que responder cada uno de los hombres de nuestra época secularizada. Pero esta demanda constituía para él algo ineluctablemente individual: un compromiso, una cita histórica y singular que, sin la constante adhesión de una pasión renovada, convertiría el arte, todo el arte, el del pasado y del presente, en un yerto montón de ceniza, que barre un simple suspiro.

No es así extraño que el discurso de Malraux sobre arte sea el relato autobiográfico de una experiencia personal, y que, en la medida de su altísima exigencia, no halle acomodo en ninguna disciplina académica convencional. En este sentido, el autor de Las voces del silencio ha sido sistemáticamente silenciado por el discreto murmullo de un sinfín de profesionales contemporáneos, que no se atreven a interpelarle, porque no pueden ser sus interlocutores. Y no pueden serlo, porque, a diferencia de él, no viven el arte, sino a su costa, no dejando tras de sí más que escoriaciones, cenizas, a las que, sin una pizca de rescoldo, barre sin ruido una pequeña corriente de aire.

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