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Columna
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La realidad deformada

Forzar la realidad, hasta llegar a deformarla, constituye una tentación a la que ningún ser humano escapa cuando cree que están en juego sus intereses y trata de encontrar el argumentario más completo para defenderlos. Pero en el caso de nuestro sufrido paisito, la deformación de la realidad se ha convertido en norma habitual de comportamiento de la mayoría de las fuerzas políticas, así como de muchos de los llamados creadores de opinión.

Es tan habitual la tendencia a forzar las cosas que ocurren en nuestra sociedad, que nos hemos acostumbrado a convivir, sin mover una ceja, con proyectos ilusionantes que desilusionan a la mitad de la población, con planes orientados a conseguir la paz que son rechazados por los que ejercen la violencia, o con acusaciones de connivencia con el terrorismo dirigidas a personas que han sufrido en sus propias carnes la amenaza terrorista. En las sociedades actuales, los poderosos medios de comunicación existentes permiten llevar al límite los intentos de forzar y deformar la realidad hasta hacerla irreconocible. El flas informativo, la imagen televisiva, la oportuna manipulación de un dato, el titular atractivo o incluso provocador, persiguen normalmente simplificar la realidad, aunque sea de forma escandalosa, con el objetivo de lograr adeptos para la causa, sea ésta la que sea.

A veces, se fuerza la realidad de forma menos estridente y, aparentemente, más inocente. El Gobierno vasco, por ejemplo, dice, por medio de su portavoz, que la sociedad no entendería que la ilusión abierta en los últimos días se truncara como consecuencia de la negativa de Zapatero a negociar el Plan Ibarretxe. Pese a esta retórica, basta con poner el oído en la calle para saber dicha ilusión tenía mucho menos que ver con el mencionado Plan que con los rumores sobre una cercana tregua de ETA que, por otra parte, la cruda realidad del atentado de Getxo parece desmentir en el momento de escribir estas líneas.

Pero en la política vasca nadie parece estar exento de esta tentación de retorcer la realidad, y hasta, el por tantos motivos admirado, Eduardo Madina, se equivoca al pensar que la gente va a tragarse, sin pensar más, la traída por los pelos comparación -"berdin da"- entre el tripartito y el trío de las Azores. Y así podríamos seguir hasta el infinito...

Uno, sin embargo, tiene la impresión de que la deformación de la realidad, cuando se convierte en norma de comportamiento, y sobre todo cuando se sobrepasan ciertos límites que atacan a la inteligencia del personal, puede acabar teniendo efectos contrarios a los deseados. La sociedad puede aceptar sin excesivas protestas que se simplifique la realidad en aras a facilitarle un poco las cosas. A fin de cuentas, es más cómodo ver un telediario que leer varios periódicos y contrastar opiniones diversas, y vivimos tiempos en los que el esfuerzo intelectual está socialmente bastante devaluado. Ahora bien, cuando se fuerza la realidad hasta despreciar el sentido común, el destinatario de los mensajes puede acabar rebelándose.

Ocurrió aquí mismo, hace cuatro años, en las elecciones autonómicas de 2001. Le ocurrió a Aznar tras el brutal atentado del 11 de Marzo. Y puede ocurrirle a cualquiera que crea que la gente es tonta y está dispuesta a tragarse lo que sea.

Forzar en exceso la realidad con el ánimo de simplificarla acaba generando, normalmente, mayores tensiones y desequilibrios que, a la postre, complican aún más las cosas que se pretenden teóricamente resolver. Por querer simplificar demasiado, se crean a veces nuevos problemas. ¿Sería mucho pedir que algunos políticos nos tomaran un poco más en serio?

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