Fronteras cosmogónicas
El historiador israelí Tom Segev cuenta cómo un compatriota suyo, el prestigioso periodista Gabriel Stern, renunció a las armas para siempre después de vivir un fantasmagórico episodio en la guerra de 1948: mientras patrullaba por los pasillos desiertos del hospital italiano de Jerusalén, confundió su propia figura reflejada en un espejo con la amenazadora presencia real de un enemigo y disparó presa del pánico contra su efigie virtual. Tal vez el frustrado suicida imaginario descubrió en ese momento -comenta José María Ridao al concluir su excelente libro- las potencialidades letales de las falsas fronteras creadas por las ideologías.
La paz sin excusa es una brillante excursión histórica en busca de los mecanismos que construyen una y otra vez esas artificiales barreras divisorias capaces de crear pulsiones de muerte y odios intolerantes. El tipo de ensayismo cultivado por Ridao tal vez suscite recelos entre los investigadores dedicados a la historiografía, pero tiene en cambio la eficacia de animar a los legos a revisar sus viejas lecturas desde otros enfoques. Ridao amplía algunas tesis esbozadas en obras anteriores: desde los motivos de la fulgurante propagación del islam (no a causa de conquistas árabes a uña de caballo sino del avivamiento del rescoldo bíblico y arriano sofocado por el Concilio de Nicea) hasta las razones de la injustificada exclusión de la ribera sur del Mediterráneo en las historias canónicas del Renacimiento. La elegante escritura, la convicción moral y el entusiasmo argumental tienden a convertir a veces de manera insensible simples hipótesis de trabajo en teorías indiscutibles: sirvan de ejemplo la explicación del Tratado de Tordesillas por la lealtad del papa Borgia Alejandro VI a la Corona de Aragón o de la falsa Donación de Constantino al papa Silvestre por la voluntad explícita de aislar la cultura islámica del pasado grecolatino.
LA PAZ SIN EXCUSA. Sobre la legitimación de la violencia
José María Ridao
Tusquets. Barcelona, 2004
244 páginas. 15 euros
El núcleo de este sugeridor
ensayo, sin embargo, no es la alta divulgación histórica -mera vía hermenéutica para los objetivos perseguidos- sino la amenaza para la paz provocada por las fronteras culturales o ideológicas fabricadas por relatos cosmogónicos que separan el aún no del oscuro pasado bárbaro y el ahora sí auroral posibilitado por un invento adánico que otorga a sus creadores una superioridad cuasiontológica y que condena al resto de la humanidad a la servidumbre. Así, la negación de las raíces comunes del mundo islámico y del renacimiento europeo es una coartada para la discriminación justificada por una inexistente frontera: Ridao cita los trabajos de Asín Palacios sobre Dante y de Juan Vernet sobre astronomía para mostrar la falsedad de esa tesis. Durante el siglo XIX, la amalgama entre la lengua indoeuropea, los germanos y los arios erigió una barrera no menos fantástica para romper cualquier parentesco entre las tres religiones del libro y para cortar la filiación del cristianismo con el judaísmo.
El desgarrador conflicto de Palestina ilustra la función actual de esos relatos cosmogónicos legitimadores de la violencia. Ridao examina los ahistóricos criterios aplicados por los vencedores de la Gran Guerra para desmantelar el antiguo Imperio otomano; los territorios donde estuvieron enclavadas las antiguas civilizaciones mesopotámicas y mediterráneas orientales -confiados al Reino Unido y a Francia por la Sociedad de Naciones como mandatos- quedaron homologados con las colonias africanas de Alemania. A partir del desmembramiento de Turquía (¿el pasado de Bagdad o Damasco no era al menos equiparable al de Estambul?) la historia del mandato británico de Palestina creó las precondiciones de la tragedia cuyo telón fue levantado por la Resolución 181 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.
Los dos capítulos finales del libro son una emocionada evocación del pacifismo de Erasmo, bien diferente de su caricatura como predicador moralizante de un utópico mundo fraterno: sus argumentos irenistas no se dirigían a los agredidos sino a los agresores. No hay razones, sin embargo, para el optimismo; el planeta está hegemonizado por una gran potencia que recrea el viejo relato cosmogónico esta vez en nombre de la civilización cristiana: todo parece estar trabajando para endurecer unas fronteras en sí mismas difusas "hasta convertirlas en ídolos sedientos de sangre".
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