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Crítica:ÓPERA | 'El barbero de Sevilla'
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La belleza efímera

La producción de El barbero de Sevilla estrenada ayer en el teatro Real admite varios niveles de lectura. Estaba adecuadamente planteada según se deducía de las declaraciones previas de su director escénico Emilio Sagi. Se hablaba de comedia elegante, se insistía en el tono de locura organizada y hasta se apuntaba una vinculación sevillana. Se intuía que todo iba a ir por el camino de la comedia de caracteres que tanto defiende Alberto Zedda, sin forzar en exceso lo bufo, salvo para subrayar el cambio de comicidad que lleva consigo el cambio de sociedad. Pero una cosa es la teoría y otra la práctica. Y así la comedia más que elegante fue pretendidamente seria, el orden se impuso a la locura y la vinculación sevillana se resolvió con una curiosa estilización folclorista pasada por la Comedia del Arte. La construcción del espacio bajo la Luna en la primera escena hizo presagiar lo mejor, pero las expectativas se desvanecieron pronto, ante una ambigüedad basada en el exceso: de figurantes en escena, de pasos de baile, de movimiento no siempre necesario. Durante toda la primera parte aquello no acababa de cuajar y, por si fuera poco, Gelmetti dirigía a piñón fijo, sin flexibilidad, sin vitalidad, sin tensión. El espectáculo no arrancaba. Es más, por momentos se iba viniendo abajo.

Y es que a Rossini le pasa un poco como a Mozart o Schubert. Con su esquema de "melodía sencilla, ritmo claro" parece todo muy sencillo pero, sin embargo, se requiere una transparencia en lo musical y en lo escénico que no son nada fáciles de conseguir. Las aproximaciones pueden ser muy diferentes, pues la música de Rossini está cercana a la abstracción, pero siempre es necesaria una coherencia que haga fluir la representación. Es lo que quizás faltó en la representación de ayer. Faltó un criterio unitario, faltó capacidad de fascinación, faltó ligereza.

Cumplía ayer 32 años el tenorissimo Juan Diego Flórez. Él sí imponía elegancia a su canto con esa hermosura de color que posee, pero le faltaba un punto de fuerza y así la primera gran ovación de la noche fue para la soprano navarra María Bayo con Una voce poco fa llena de intencionalidad expresiva. Contrastaba la carnalidad de Bayo con el idealismo de Flórez. Son dos formas de rossinismo que se complementan. De ellas podían llegar los momentos sublimes y, efectivamente, llegaron. Especialmente en el segundo acto, donde la contención de Sagi benefició el equilibrio sicológico de la acción aunque la explosión de colorido final, después de una noche en blanco y negro, rozó lo kitsch. Pero Flórez hizo honor a su fama con un excepcional Cessa di piú resistere y Bayo fue redondeando una actuación sobresaliente. Como actores también fueron hacia arriba y aquello, aunque sin la necesaria continuidad, empezó a coger temperatura teatral, además de vocal.

Ruggero Raimondi sacó a flote toda su experiencia para decir -y cantar- una Calumnia de tintes sombríos, Spagnoli hizo un Barbero sin demasiados contrastes y Praticó un Bartolo sencillamente plano. No fue la gran noche esperada a pesar de los destellos de Flórez y Bayo. Pero ni la orquesta, a las órdenes de Gelmetti, tuvo esa pulsación interna que demanda Rossini ni Sagi consiguió repetir la genialidad rossiniana de El viaje a Reims, tal vez porque se había creado demasiada presión ambiental alrededor de esta producción con televisión en directo el 25, en diferido por el canal franco-alemán Arte el 31, DVD, disco y otras zarandajas. La imperiosa necesidad de un éxito de campanillas ha jugado una mala pasada al Real. Así es la vida, qué le vamos a hacer. Pero la noche tuvo media docena de momentos vocales de los que compensan. Y María Bayo salió reivindicada y Juan Diego Flórez cautivó desde su belcantismo inigualable. No está tan mal, mirado así.

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