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Barragán

Cuando comentamos con algún mexicano la reciente historia de la arquitectura de su país, aparece siempre la referencia a Luis Barragán (1902-1988) como indiscutible signo de excelencia y, sobre todo, como evidencia de un sector mexicanista en la arquitectura moderna internacional. Es un hecho bastante curioso que un país que ha tenido arquitectos claramente incorporados a las aventuras firmes y arriesgadas del movimiento moderno se someta ahora al valor presidencial de un arquitecto que matiza la beligerancia y el compromiso con un buen gusto conservador expuesto, además, en escasas obras representativas. Después de sostener durante años una arquitectura comercial de cierto interés folclórico, construyó diversas viviendas de sedante confortabilidad -entre ellas la propia en la Colonia Tacubaya de México DF-, proyectó algunas urbanizaciones de las que él mismo era promotor -Los Clubes, por ejemplo, y sus anejos, donde se encuentra la famosa cuadra San Cristóbal y el correspondiente tratamiento pictórico del paisaje-, proyectó la pequeña joya luminosa de la capilla del convento de Tlalpan y colaboró con el escultor Mathias Goeritz en los monolitos de Ciudad Satélite, seguramente la pieza más impactante en el inmenso suburbio mexicano.

Las casas de Barragán son lingüísticamente modernas, pero juegan con elementos pedidos prestados a la tradición local

Simultánea o anteriormente había en México un grupo de arquitectos claramente comprometidos en los principios del Movimiento Moderno, tanto en los aspectos estilísticos como en los cambios sociales que la arquitectura y el urbanismo proponían. Mario Pani, Alejandro Zhon, Juan O'Gorman y el español Félix Candela son arquitectos que marcan mejor que Barragán la incorporación de México a la modernidad revolucionaria. ¿Por qué, pues, esa preeminencia adjudicada hoy casi sin discusiones a Barragán? Sintetizando mucho -y simplificando demasiado-, se pueden dar tres razones.

La primera es la discreción, el conformismo antirrevolucionario y la elegancia. Las casas de Barragán son lingüísticamente modernas, pero juegan con elementos pedidos prestados a la tradición local, con lo cual se elimina toda vocación revolucionaria y se pacta con la sociedad conservadora, que puede mantener así la eficaz medida de la elegancia. En España hay una generación que se inició también en esta misma línea: las casas de José Antonio Coderch o de José Luis Fernández del Amo, casi siempre apoyadas en la elegante modernización de lo tradicional, son buenos ejemplos de ello, y también lo son las arquitecturas residenciales del norte de Europa o las fórmulas mediterráneas vernaculares que se apoyaron en las revisiones críticas regionalistas. México ha sido una tierra abonada para esta línea, incluso desde la propia historia política que, después de la revolución, no supo rematarla más que con la creación de un Partido Revolucionario Institucional que en su propio título marca ya la contradicción insuperable. La obra de Barragán es también una fácil institucionalización del lenguaje revolucionario en clave tradicional.

La segunda razón es la facilidad para comprender y reutilizar el léxico que utilizó Barragán, que casi se puede reducir a dos sintagmas: la composición espacial cerrada y limitada con macizos que recuerdan los sistemas tradicionales de estabilidad -¿mexicanos?- y la coloración del espacio con los reflejos de una especial gama de colores -¿mexicanos?- a partir de las derivaciones del rosa y el azul. No sé hasta qué punto se puede decir que con estos dos sintagmas ya se abría la posibilidad de una mexicanización de la arquitectura moderna ni si eran suficientes para apoyar la revisión y corrección de los amaneramientos de la última fase internacionalista y académica del racionalismo. Pero la realidad es que así han sido interpretados por seguidores, historiadores y críticos. Fue Legorreta quien los utilizó a gran escala en el magnífico hotel Camino Real de México DF. Y fue Emilio Ambasz quien dio el espaldarazo crítico con una exposición en el MOMA de Nueva York (1976) que, con un esplendoroso catálogo, unas magníficas fotos y una presentación impactante, llevó el nombre de Barragán a los altares de un sector beligerante en las nuevas discusiones estéticas, quizá como escapatoria al compromiso de la beligerancia directa.

Esta sería la tercera razón. Al fundarse los premios Pritzker de Arquitectura en 1980 y al presentarse la duda de la primera concesión -¿un viejo consagrado, un joven rompedor, un profesional ligado a los grandes encargos o a la investigación concreta, un americano o un europeo, un testimonio o una promesa, un moderno o un posmoderno?- la solución oportuna era cederlo a ese mexicano sofisticado, elegante y todavía no arrebatado por los media, cuya autoridad se había ya pronosticado y garantizado en el MOMA gracias a un diseñador argentino.

Oriol Bohigas es arquitecto.

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