Discutir con serenidad
Nos hemos dado una Constitución y unos estatutos de autonomía; hay un montón de organismos y leyes encargadas de protegerlos y otro montón de normas, penales y administrativas, vigilan que ninguna autoridad escape al ejercicio de sus competencias e invada las de los demás.
Parecería, pues, que cualquier propuesta, aunque sea un desatino, debería fluir con naturalidad por el cauce previsto, alcanzar el destino establecido, discutirse con serenidad, rigor y solvencia y aplicar después lo acordado: eso supongo que será lo que tantos, los que más claman ahora, llaman democracia.
Pero no, se forma una aspaventera gritería, porque parece que lo que molesta no es lo que se propone, sino el hecho de proponerlo, en vez de permitir que la propuesta discurra por el camino que se le dio por ley y, con tantos obstáculos como tiene que salvar, esperar a que encalle en el primer escollo: para eso estarán esas leyes y tribunales, supongo, a modo de aduana.
Y si no, si pueden suplirse con esos chillidos, ¿para qué ese montón de órganos, normas y disposiciones? Hay incluso quien con meticulosa sutileza ha medido el tiempo, y ha dictaminado que el presidente del Gobierno ha tardado demasiado, cuatro días, en opinar sobre el plan Ibarretxe. Y que no ha gritado lo suficiente.
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