El regreso
Para quienes se hayan ido. Nos colamos en el nuevo año que estuvo amparado por la antipática ola de frío polar, sobrellevada con entereza por los madrileños. Nos visitaron muchos forasteros, más gente de la que se fue, aunque llegó la desbandada del Día Último y las calles quedaron desiertas. La sólita gente pasó las navidades en soledad, que no tiene por qué ser patética, sino que es otra forma de estar y algo a lo que se acostumbra uno, siempre que repiquetee el teléfono y nos lleguen las voces para expresar algo tan barato como son unas felicitaciones y votos deseos de salud y paz, aunque no llegue ese mensaje tan entrañable y ceremonioso. Por cierto, a ver cuándo acaba la estupidez de "pedir un deseo". Los deseos no se piden, se expresan, se cumplen. Acabaremos gruñendo intenciones salpicadas de equis y de kas.
Según los taxistas, este año ha habido más gente, pero menos dinero que otras veces. Los restaurantes (los que dan bien o decorosamente de comer) estuvieron llenos, pero no tanto las tiendas y almacenes, la prueba es que adelantaron el engatusamiento de las rebajas.
El brutal maremoto asiático arrasó con muchas cosas, entre otras, con la desaparición de la Marcha de Radescki en el concierto de Primero de Año. Fue un propósito antiguo estar en Viena esa mañana, pero si ya no puedo acompañar con mis palmadas la pieza con que finaliza el espectáculo dejaré de echarlo de menos. Otra novedad es que no había mujeres entre los músicos, ni siquiera la arpista, ni las que apoyan la mejilla en los violines danubianos. No encontré ni escuché explicaciones, si las hubo, aunque espero demoradas protestas de oficio por esa insólita exclusión. Las cosas son como son y no como desean los diversos colectivos.
Pasó la Epifanía, que no es una modalidad del teléfono digital, como alguien podría creer, sino la fiesta de la Adoración de los Reyes, en los que no creen ya más que los fabricantes de juguetes. Era el gran día de los padres, cuando pensaban, de buena fe, haber hecho felices a sus retoños. Las inevitables comilonas hacen que suba el colesterol y son aprovechadas sus consecuencias por nuestros beneméritos gobernantes para elevar los precios, aprovechando el torpor de las copiosas digestiones y los propósitos optimistas para encarar el futuro inevitable. Suben los transportes públicos, al menos en Madrid, y también, de forma exasperante y metódica, el precio de los sellos de Correos, una de las constantes, en el pasado, más estables. Crecen de céntimo en céntimo y malogran la previsión de quienes compraron previsoramente varias tiras de 27 céntimos, de las que ahora les quedan unos cuantos, debiendo adquirir la diferencia, so pena de que nuestras futuras misivas sean devueltas por falta de franqueo. En el precio de los periódicos diarios y en los sellos de la correspondencia se basaba la antigua estabilidad, vulnerada, en el último caso, con frecuencia anual. El servicio postal me recuerda a esos jugadores que, en racha de pérdidas, doblan la apuestas y no hacen sino multiplicar la ruina. Es una actividad prácticamente residual, sustituida por el fax -que está dando las boqueadas- y por el sistema electrónico, cada vez más extendido.
Me ha dado la sensación de que este año la gente se saludaba de mala gana y era una sorpresa oírse felicitado en un comercio o en unas oficinas, casi desterrado, el ¡felices pascuas! de antaño. Uno de estos años, no hace muchos, quedó abolido el aguinaldo, oneroso hábito que se soportaba con buen ánimo. Parecerá increíble, pero muchos automovilistas felicitaban a los guardias, los que regulaban el tráfico con un silbato y una porra, y era muy popular el que lo hacía en la plaza del Callao, que despachaba su tarea rodeado de cajas con los regalos de los conductores agradecidos. ¡Qué raros éramos! Madrid va entrando en caja, volvieron los esquiadores y cuantos llevaron sus cuerpos a las playas, no siempre acogedoras. Recupera la normalidad este banco de pruebas que es Madrid, ignorante siempre de que los experimentos se hacen con gaseosa y que la iluminación de una ciudad no puede constituir una sorpresa general y un deleite para quienes lo maquinan. Poco a poco van cerrándose las zanjas que los oráculos prevén prontamente reabiertas. Halloween, Santa Claus y Papá Noel han sustituido a los Reyes Magos y al entierro de la sardina. Pues que sea para bien. La general subida de precios es como una fatídica ley de la gravedad, al revés.
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