Cóctel
Para combatir la melancolía de la tarde, opté por prepararme un cóctel Alexander cuya receta me había proporcionado un camarero del hotel Florida de La Habana. Una onza de crema de cacao, una onza de leche, una onza de ron Carta Blanca y seis cubitos de hielo. Batí estos ingredientes en la coctelera y una sorpresa muy grata fue que, al realizar este movimiento con energía, pude comprobar que me había desaparecido la tendinitis que sufría en el hombro derecho desde el verano. Mientras calibraba la fórmula de esta bebida tuve también otra revelación. En el estudio sonaba una canción de Jony Mitchell cuya voz era como una gata que lamía la cubierta de los libros apilados en mi mesa y entonces recordé que la onza, equivalente a 28,7 gramos, era la unidad de peso con que en los tenderetes de la discoteca Paradiso, de Amsterdam, se expedía el hachís en los años de mi juventud cuando pasé por allí y de pronto el humo del tiempo comenzó a apoderarse de todo el espacio. El enigma de la existencia consiste en que el tiempo entero se acumula en el presente. El pasado y el futuro bailan en la punta de una aguja de nieve que es el alma, de modo que estar vivo no es más que repetir lo que a uno le queda todavía por vivir. Según esta teoría, si me procuraba un pequeño placer ahora mismo, todo el placer del mundo se expandiría a lo largo de mi vida hasta llenarla por completo. Movido por esta ambición vertí el cóctel en una copa ancha y, siguiendo la receta, lo espolvoreé con una pizca de canela. Después traté de llevar esta filosofía hasta el límite e imaginé que el alma se hería a sí misma con su propia aguja cuya punta invisible contenía el pasado y el futuro, el tiempo continuo allí bailando, y que una gota de sangre caía en la copa como un ingrediente más y en ella una pequeña lámina iridiscente de la memoria se iba disolviendo. También el tiempo podría caber en una gota de sangre o en una lágrima, pensé. Recordando todo el presente me llevé la copa a los labios. El cóctel Alexander es suave, pero me invadió muy pronto el cerebro con la imagen turbia de mi propio cuerpo lejano y feliz. Al tercer sorbo percibí que la unidad del tiempo ya me pertenecía. Sabía que al recordar la primera pasión de la juventud, la belleza y su armonía, ellas se dilatarían hasta llenar todo lo que me quedara por vivir y si lograba ser feliz en ese instante, a pesar de la sangre o de mis lágrimas, toda la felicidad del mundo me llegaría hasta el fondo de los pies y allí el tiempo seguiría bailando para mí siempre.
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