Volar
Don Quijote llegó hasta Barcelona, pero no pasó por Madrid, a no ser que lo hiciese de incógnito, cosa más que probable. Parece como que la capital no existiera en la obra cumbre de la literatura española, excepción hecha de los títulos de crédito de la portada. Únicamente se alude de pasada a las beneficiosas aguas de Leganés o a la tosquedad con que se hablaba el castellano en Majadahonda. También es cierto que el ingenioso hidalgo estaba como una cabra, y su escudero también. Hacían cosas desatinadas y políticamente incorrectas que llevaron el aire de España a todos los rincones del mundo por los siglos de los siglos.
Puestos a suponer, como hacen multitud de expertos, bien se puede defender que Cervantes, vecino de Madrid, utilizase algunos parajes de la capital para ubicar ciertos capítulos de la novela, sobre todo cuando se habla de verdes praderas, arroyuelos amorosos o temerario ruido de batanes. No es difícil descubrir que muchas escenas del Quijote fueron rodadas en el Retiro o la Casa de Campo, lugares bien conocidos por el manco de Lepanto y que eran muy adecuados para ubicar, por ejemplo, los bosques de las cacerías de aquellos condes ilustrados que concedieron a Sancho Panza el gobierno de la ínsula Barataria. A lo mejor, incluso, esa ínsula era la ciudad de Madrid, un sitio donde nada es barato, como bien sabía Cervantes.
Es fácil que toda la aventura de Clavileño tuviera lugar en un huerto de las Salesas, consiguiendo así don Quijote ser el primero en sobrevolar Madrid sin perder tierra, lo cual es un portento mucho mayor que el invento del autogiro de Juan de la Cierva. Precisamente tal día como hoy, el 9 de enero de 1923, el autogiro sobrevoló por primera vez la capital. Es una pena que don Alonso Quijano no se topara en alguna de sus hazañas con un autogiro, porque la hubiera montado de altos vuelos y hubiera dado mucho trabajo a los ilustradores gráficos. Don Quijote estaba siempre volando, siempre en las nubes. Pero Clavileño no perdió tierra en ningún momento. Ahí está la clave.
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