Los niños temen al monstruo de la ola
Los más pequeños no logran asimilar el trauma del 'tsunami', que trató de arrastrarles mar adentro y que en muchos casos hizo desaparecer sus familias al completo
Está tan delgada que casi lo único que se ve de ella son sus grandes ojos negros. Es tan pequeña que nadie diría que tiene ocho años. Ishava Sevanthi no ha vuelto a hablar desde que el tsunami la obligó a correr sin descanso. Cogida de la mano de su madre, embarazada de ocho meses, Ishava huyó despavorida de la gran ola que la persiguió hasta lamerle los pies. Desde entonces han pasado casi dos semanas y ella sigue agarrada a la mano de la madre; se esconde tras su tripa para esquivar a los extraños y sólo se le ilumina la cara cuando le preguntan si quiere volver al colegio. Cuenta su padre que Ishava por las noches grita que "el monstruo azul" ha venido a por ella.
En la escuela católica de Atagama, medio centenar de kilómetros al sur de Colombo, se han refugiado 305 personas de ese pueblo que quedó arrasado por la furia del océano Índico. Ishava, sus dos hermanos menores y sus padres, comparten con otras seis familias aula y suelo, en el que han colocado unas esterillas de rafia. Pronto tendrán que irse, aún no les han dicho adónde, pero el Gobierno ha dispuesto que en esa escuela se reanuden las clases el día 17.
Ishava sueña de noche con el "monstruo azul" y sólo sonríe si le preguntan por el colegio
Ishava pasó los cinco días siguientes a la catástrofe hospitalizada porque no paraba de vomitar y de gritar. Ahora calla de día mientras dibuja monstruos azules sin dejar de atenazar la seguridad que le brinda la mano cálida de Niranthi Champika, quien sueña con que les den una tienda de campaña antes de que nazca el niño, porque "no sé cómo voy a amamantarlo en público".
Un poco más al sur, a la entrada de Ambalangoda, un pueblo convertido en una cantera de escombros, Sunera, de 11 años, está contento. Nunca había tenido unos pantalones blancos y en el montón de ropa que alguien dejó para ayudar a los que se han quedado sin nada, encontró unos de un blanco impoluto. Tardó menos de un minuto en apropiárselos y colocárselos. Le están tan largos que le sirven también de zapatos. A Sunera no le importa. Le gustan porque son blancos y están limpios en medio del caos y la ruina.
A la iglesia de San Sebastián de Devasteniya se accede por un camino de tierra que asciende desde la carretera de la playa. La vegetación es tan frondosa que apenas deja traspasar la luz, pero la iglesia se alza en un cerro despejado. Asani Priyani, de 12 años, es una de los 75 niños y mujeres que se han cobijado aquí. Está con su madre y tres de sus hermanos. El mayor se fue con unos tíos y la segunda, Kanthi, de 20 años, ha desaparecido.
Asani sale todos los días a buscar a Kanthi por las aldeas y pueblos del interior. Pregunta a las gentes y vocea su nombre por doquier, pero se niega a acercarse al mar, a mirar si ha regurgitado el cuerpo de su hermana sobre la arena. La pequeña rechaza que Kanthi esté muerta. Su rostro se tensa al oír la pregunta, y casi con rabia contesta: "Nadie la ha visto, nadie ha encontrado su cadáver. Seguro que nos está buscando como nosotros a ella".
Aquella funesta mañana, Asani había ido a comprar pan. Todos menos ella estaban en casa y la gran ola les hizo salir en estampida. No sabe muy bien cómo, porque todo el mundo corría, pero se encontró que su madre le tiraba de un brazo. Varias horas después de la catástrofe se reunieron con otros tres miembros de la familia. Al día siguiente, cuando el miedo dejó de aflojarles las piernas, descendieron hasta las ruinas de la casa. Allí había acudido también el padre con el más pequeño de los seis hermanos, de siete años. Sólo faltaba Kanthi.
Dulau Rajapake, de siete años, es el más valiente de todos. "No tengo miedo a la ola, y si vuelve otra vez, saldré corriendo", dice enérgico ante la sonrisa complacida de su padre. Dulau tiene una hermana mayor, "de 10 o de 11 años, y ella sí que está asustada". Se han refugiado en casa de unos tíos, en Kalutara, al suroeste de Sri Lanka. Ellos vivían al final del pueblo, en una parte que ha quedado arrasada y en donde han muerto 50 personas. Lo han perdido todo, pero Dulau no parece traumatizado. Afirma que cuando sea mayor quiere ser médico, no porque piense en curar a los heridos del tsunami, sino porque así tendrá mucho dinero".
El barco de su padre está destrozado en mitad de la playa de Beluwara, pero Nadesan Jayalath, de nueve años, hace guardia sobre los restos. La gran ola le ha dejado confundido. Él siempre quiso ser pescador, como su padre y como su abuelo, y como éste le contaba que había sido su padre. Así hasta llegar a Simbad el Marino, que navegó por estas tierras, según se narra en Las mil y una noches. "Ahora todos los barcos están rotos. No sé cómo vamos a pescar", lamenta.
Nadesan quiere que empiece el colegio. Entre las vacaciones y el tsunami lleva casi cuatro semanas sin clases y está cansado de no tener nada, ni siquiera una escuela a la que acudir cada día. De la casa no queda más que el recuerdo, y este tiempo ha dormido con sus padres en distintas viviendas, donde les han acogido por dos o tres noches. No se queja. Sabe que hay miles de niños que también han perdido a su familia.
El 3 de enero debiera de haber comenzado el segundo trimestre escolar, pero la tragedia lo retrasó hasta el próximo día 10 en todo el país. En las zonas más afectadas, la reapertura de las clases será aún más tarde. Hay 59 escuelas totalmente destruidas y otras 110 con importantes daños. Además, centenares de ellas acogen a los damnificados, aunque el Gobierno pretende que a lo largo de este mes sean todos realojados en otros lugares para que las aulas y los niños vuelvan a su actividad normal lo antes posible.
La situación más dramática se vive en la costa sureste de Sri Lanka, donde, además del tsunami, lluvias torrenciales de una estación de monzones, que no quiere acabar, han anegado grandes extensiones. A unos 100 kilómetros hacia el interior, en el distrito de Moneragola, el Gobierno ha ordenado acondicionar un edificio para acoger a 1.000 niños, menores de 10 años, que el maremoto dejó huérfanos.
Nació hace 13 años en un campo de refugiados de la guerra entre tamiles y cingaleses, establecido en el distrito oriental de Trincomale, y allí ha permanecido hasta que la expulsó el tsunami. Desde entonces Lalita prefiere mantenerse alejada, cobijada junto a su familia bajo un árbol y un plástico, en un alto de un terreno cercano. La bella Lalita no espera nada del futuro, pero tampoco quiere regresar a la cabaña del campamento porque presiente que la gran ola "va a volver muy pronto". Después de haber crecido en medio del horror de la guerra sólo la furia del agua le hace temblar de miedo.
A Shiromi, la más pequeña de cuatro hermanos, la niñez se la arrancó definitivamente la ola, que la introdujo de golpe, a sus 16 años, en la edad adulta. Aquella mañana, Shiromi perdió a su padre, un albañil al que adoraba. Encontraron el cadáver al día siguiente. Una sensación de vacío la inunda desde entonces. La tristeza se refleja en sus ojos almendrados. "¿Por qué nos ha pasado esto a nosotros?".
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