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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Estampas de guerras y costumbres

En 1831, un joven Nikolái Gógol, escocido y avergonzado por el fracaso de su primera obra, un poema narrativo titulado Hans Küchergarten al que los pocos críticos que se ocuparon de él dieron de palos a diestra y siniestra, publicó el primer volumen de las Veladas de Dikanka bajo el seudónimo de Pánkov el Pelirrojo y, seis meses más tarde, el segundo. Esta vez tuvo un éxito considerable. El mismo Pushkin lo reconoció como un escritor original y pujante y puede decirse que aquí comenzó su verdadera carrera literaria. En 1835 aparecería Mírgorod, con el que cerraba el ciclo de tema ucranio. Las Veladas puede el lector encontrarlas editadas en la Biblioteca Universal de la editorial Gredos (Madrid, 2003). Ambos títulos han sido traducidos con toda competencia por Víctor Gallego Ballestero.

MÍRGOROD

Nikolái V. Gógol.

Traducción de Víctor Gallego Ballestero.

Alba. Barcelona, 2004.

352 páginas. 20,90 euros

Las Veladas están llenas de historias alegres, cómicas e incisivas, apoyadas en cuentos y leyendas populares de Ucrania, pero mientras que en las Veladas el elemento mágico es más constante, en Mírgorod sólo un cuento de los cuatro que contiene (Vi) presenta un carácter mágico o sobrenatural. Entre los cuatro cuentos se encuentra uno de los más nombrados de la literatura rusa: Tarás Bulba. En realidad es un relato de unas ciento setenta y cinco páginas que, sin embargo, no cabe calificar de novela en la medida de que se trata de un verdadero relato heroico que avanza sin descanso cabalgando sobre una sola idea cual es la de convertirse en una especie de canto al alma del cosaco. Sucede en el siglo XVI, cuando Rusia se dispone a constituirse en Estado y los cosacos se encuentran a caballo -y nunca mejor dicho- entre tártaros y polacos, guerreando sin cuartel, pero, tal como lo cuenta Gógol, haciendo de la guerra un modo de vida y de la inactividad una pausa entre combates.

Es verdad que el relato es el

de una gesta que no ahorra crueldad ni barbarie, pero el tono heroico no sería suficiente para mantenerlo si no fuera porque Gógol introduce en el relato un elemento narrativo contundente: el destino de los dos hijos de Tarás. Son destinos divergentes que emanan de un tronco común, pero plantean el conflicto dramático en doble sentido: representan la decadencia de un modo de vida independiente y autosuficiente, pero cada hijo representa una razón de que tal ocurra; al final, es la muerte de los hijos la que proyecta al padre hacia el sino heroico, que aparece como el espíritu que, agotado en tierra, se desprende del desastre hacia la gloria. Y hay que señalar especialmente la escena de la muerte por ejecución pública del mayor, Ostap, que tiene resonancia bíblica pues la desgarradora llamada del hijo al padre, como la de Cristo en la cruz, es contestada por éste elevando la temperatura emocional del relato a una altura excepcional. Al fin, cuando Tarás alienta a los últimos de sus hombres para que se pongan a salvo, está dando paso al Estado ruso: "... llegará un día en que os enteraréis de lo que significa la fe ortodoxa rusa -les grita desde su pira-. Los pueblos próximos y lejanos ya empiezan a presentirlo: las tierras de Rusia tendrán su propio zar y no habrá fuerza en el mundo que se le resista...".

De los otros relatos, Terratenientes de antaño es una genuina estampa de costumbres llena de pericia descriptiva y de una abundante y eficiente adjetivación, de una vida rural vista desde la nostalgia, pero sin que falte ese ojo crítico que no deja pasar situación sin advertir sus asperezas. Hay una bellísima consideración en él, cuando viendo al buen terrateniente viudo que añora sin pausa a su esposa, en estado de dejación e inconsolable al cabo de cinco años que han dado al traste con aquella benéfica vida, el narrador se pregunta: "¿Qué ejerce mayor fuerza sobre nosotros, la pasión o la costumbre".

El último, uno de los suyos más famosos, es el titulado Por qué discutieron Iván Ivánovich e Iván Nikíforovich. El relato es perfecto, pero es que en él está ya el gran autor Gógol de las Historias de San Petersburgo (Alianza, 2004), alguna de las cuales, como La avenida Nevski o el Diario de un loco había dado ya a conocer justo antes de Mírgorod. Si todos los relatos ucranios de Gógol contienen en grado distinto una comicidad muy hábilmente utilizada, en este último vemos su paso al empleo de lo grotesco con una limpieza admirable. De aquí a El abrigo o Almas muertas (de la que existen ediciones en Edaf y Josef K, la primera muy bien anotada) hay una línea directa. Así que, en su conjunto, Mírgorod se convierte en un volumen especialmente atractivo porque contiene cuatro aspectos del mismo autor: el costumbrismo, la gesta heroica, el cuento de terror y la comicidad llevada a las puertas de lo grotesco.

Dos ejemplos de este último

relato servirán de anticipo al lector. "El labio superior del juez le llegaba casi hasta la nariz, que podía olisquearlo a gusto. El labio le servía de tabaquera, pues allí solía quedar acumulado el rapé". ¿Cómo no llegar por este camino a ese maravilloso relato que es La nariz? Y un poco más adelante, una escena de situación característica, a propósito del mismo juez: "En el borde de la mesa el secretario leía una sentencia con una voz tan monótona y desganada que el propio encausado se quedó dormido mientras la escuchaba". Esto merecería la aprobación del Dickens de Pickwick. En fin, gran literatura por todas partes. Gógol no tiene desperdicio. Y, afortunadamente, casi toda su obra está recién y bien traducida.

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