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Columna
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Obscenidades

Mi ordenador dejó de obedecerme el 5 de enero, justo antes del día de reyes. El técnico, que lo acariciaba con gesto tierno, se encogió de hombros: "Está enfadado con usted. Tiene frustración, estrés y rencor. En realidad, creo que se ha enamorado". Miré a la máquina. Imposible. No me lo creía. ¿Podía ese ordenador, con aquella expresión estúpida de ventana de Windows, tener sentimientos?

"Insisto", dijo el técnico: "Todo está informatizado. Su ordenador personal ha establecido una conexión con todos los electrodomésticos de la casa, y estos con las máquinas de todo el orbe. El Vaticano debería admitir de una vez por todas que estos cacharros tienen alma. Su sorpresa es comprensible. Lo raro es que usted no se haya dado cuenta antes de que a su PC le hacía tilín".

Con cierta aprensión, sugerí: "¿No sería mejor que no hablásemos en presencia de él?". El técnico inclinó la cabeza afirmativamente, y nos metimos en el cuarto de baño, que, por desgracia, es muy pequeñito. Allí nos hallábamos a salvo del ordenador, aunque estábamos bastante apretujados. "Oiga, tengo una cosa muy importante que decirle", musité: "Yo llevo marcapasos". El técnico me miró con expresión pesimista: "Lo siento". Comprendí que mis peores temores se habían confirmado: el ordenador controlaba también mi corazón. "Vamos a parlamentar con la máquina", le dije al técnico: "Le preguntaremos por sus intenciones, sus sentimientos, sus proyectos. Vamos a hacernos amiguetes. Y cuando menos se lo espere, la desenchufamos". El técnico echó un vistazo a mi muñeca: "Pero, hombre de dios", suspiró, "si ni siquiera se ha quitado usted el reloj".

Miré hacia las manecillas sonrientes, y exclamé: "¡Tú también, reloj mío!". Estábamos perdidos. Las máquinas habían escuchado mis planes. "¿Qué hacemos ahora?", pregunté. "Usted no sé, pero yo me marcho", dijo el técnico: "Esperemos que el ascensor y el portero automático me dejen ir". Salí protestando detrás del técnico, que no hizo caso de mis quejas, atravesó el pasillo hasta la puerta de salida, y me deseó suerte antes de desaparecer.

Aquella noche acosté al ordenador conmigo en la cama. Antes le había advertido cariñosamente que le iba a desenchufar, pero, para consolarle, le dije: "¿Sabes lo que he pedido a los Reyes? Un perrito robot Aikido para que nos haga compañía". Luego recogí amorosamente su cablecito, plegándolo en el hueco que tenía a tal efecto. Besé su superficie fría antes de darme la vuelta hacia mi lado, y soñé con zumbones I-Pods que sacaban a bailar a lúbricos ratones inalámbricos, y con sensuales móviles de última generación que patinaban sobre pantallas de plasma y marcos digitales. Obscenidades.

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