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ELECCIONES PALESTINAS | La violencia
Columna
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El mundo árabe no sabe, no contesta

El panarabismo posiblemente murió entre el 10 y el 11 de junio de 1967; aunque también puede valer el 28 de septiembre de 1970, o, días antes, el 15 del mismo mes. Pero cuando se aprecia toda la dimensión geopolítica de semejante caída es con la ocupación norteamericana de Irak, o, en estos últimos tiempos, en relación al proceso de paz palestino-israelí. En la primera de esas fechas, el presidente egipcio presentaba -y retiraba- su dimisión, tras la catastrófica guerra de 1967 contra Israel; en la segunda fallecía el propio rais, la mayor figura de la política árabe en el siglo XX, tanto que sólo un cataclismo habría de poder con ella; y la tercera, el día en que el rey Husein de Jordania lanzaba a sus tropas beduinas contra las destartaladas posiciones de la OLP en Ammán, infligiéndoles el severo castigo del Septiembre Negro.

Nasser era un personaje en busca de sí mismo como autor. Y, no sin tener que vencer sus mejores instintos, tras la victoria política sobre Francia, Gran Bretaña e Israel -Suez, noviembre de 1956-, llegó a la conclusión de que el liderazgo del mundo árabe pasaba por una solución del conflicto palestino; en absoluto, por la destrucción de Israel, que sabía imposible, sino por un arreglo político, seguramente basado en la resolución 181 del Consejo de Seguridad, que dividía Palestina en dos Estados, uno judío y otro árabe. Asumir la causa palestina convertía a Nasser, a la vez, en líder del mundo árabe, y aspirar al liderazgo panárabe le obligaba a hacer que Israel reculara en sus fronteras de 1948.

El fin de los 50 y primeros 60 fueron los de la fiebre multiplicadora de uniones, federaciones y fusiones entre Estados árabes, a cual más fantomática. La guerra fría interárabe se instaló inicialmente, como la de americanos y soviéticos, con un mal empate en el que Egipto nunca logró imponer su panarabismo no alineado a actores como Jordania y Arabia Saudí. Abocado a salirse de un grave cul de sac, cuya eternización habría destruido sus ideas de unidad, El Cairo se echó encima, sin de verdad quererlo, la guerra que Israel llamó de los Seis Días. Desde entonces, y más aún tras la desaparición de la URSS, el mundo árabe ha pasado de una fallida tentativa unificadora a la condición de zombie mundial.

El gran organismo que representa al Magreb y Machrek, la Liga Árabe, ha probado su total inoperancia en los tres momentos probablemente más decisivos de su existencia. En la primera guerra del Golfo, 1990-91, se produjo una profunda división entre sus miembros, de forma que mientras Jordania y la OLP apoyaban a Sadam; Egipto y Siria participaban, bien que como extras sin frase, en la intervención contra Irak; y en la segunda y presente guerra, la situación es, si cabe, aún más deshilachada: las opiniones públicas de los países árabes, sin excepción, condenan la invasión anglosajona, ninguno de esos Gobiernos se ha atrevido a apoyarla, y todos tratan de salir del avispero sin enojar a EE UU, con la excepción relativa de Siria, de la que Washington, en todo caso, sólo aceptaría la rendición. Cero iniciativas políticas, tanto durante el preámbulo de las hostilidades (2002-2003) como hoy en una posguerra mucho más peleada que la guerra. Es cierto que no se aleja a la única superpotencia de sus objetivos sólo con gestos o palabras, pero el que Francia haya constituido una oposición mucho mayor que todo el mundo árabe habla por sí solo.

En el conflicto palestino-israelí hay que anotar al menos una propuesta, casi fuera de cuentas pero prometedora, que la Liga formuló en Beirut, en marzo de 2002, de reconocimiento pleno de Israel a cambio de una retirada igualmente plena de los sionistas; que Israel iba a rechazarla lo daban todos por descontado, pero es que esas ofertas primero hay que venderlas al propietario del negocio, EE UU, para que tengan algún sentido. El mundo árabe, ahíto de crudo, con más de 250 millones de habitantes, y representante de una de las grandes civilizaciones históricas, no sabe, no contesta; o, peor: responde por boca del terrorismo islamista. El fracaso, hace más de 30 años, de una vía que, pese a todo, se quería básicamente política, explica muchas cosas. A Nasser le ha sucedido Osama Bin Laden. Y nadie sale ganando con ello.

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