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Columna
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Soliloquio del rey mago

José Luis Ferris

Son más de dos milenios recorriendo la tierra, siguiendo la senda luminosa de una estrella fugaz, llevando a cada lugar, a cada casa, millones de regalos para saciar deseos diminutos, pequeños caprichos materiales, paliativos de una felicidad que nunca se alcanzará del todo. Llevo siglos pensando que algún día, por más empeño y cuidado que ponga en mi envidiable labor, algún niño percibirá la tristeza que me asiste. Ser monarca es un alto privilegio que se hereda sin más. Poseer toda la sabiduría, gozar de la inmortalidad y dominar los misterios de la magia podrían hacer dichoso a cualquier hombre de este mundo, pero tales virtudes conducen irremediablemente a un estado de lucidez perpetua, de impotencia y de cansancio que, década a década, se irá trasluciendo en mi rostro, en mis ojos y en el arco de mi sonrisa. Este año, sin ir más lejos, cerca de un millón de cartas se quedarán dormidas para siempre en un rincón de mi despecho real. No habrá regalo ni respuesta posible a ese millón de niños que, más allá de mis mágicos poderes, murieron en Irak, en Somalia, en Etiopía, en Beslán, en Colombia, en Sri Lanka, en Tailandia o en la India... Cada niño, cada niña arrebatados de este mundo por la insensatez humana, por el hambre, por el fanatismo homicida o por esos desastres naturales que siempre azotan a las criaturas más vulnerables son un desgarro para mi alma y una dentellada en mi corazón fatigado y herido.

No sé cuántos años o cuántos siglos aguantaré junto a mis dos compañeros, pero se hace difícil, muy difícil, mantener la compostura y defender la alegría. Si esta madrugada he cumplido, un año más, con mi tarea ha sido, indudablemente, por ellos, por los niños que me esperaban. Son ellos los que generan esa sustancia primitiva y necesaria de la que se alimenta la vida: la ilusión. Sólo en el corazón de un niño se encuentra esa inagotable factoría, ese caudal energético que mueve los engranajes del mundo. De ella me sirvo también para hacer más llevadera esta pesada inmortalidad, para que mi infinita sabiduría se nutra de inocencia por los siglos de los siglos.

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