Retórica
Hoy la gente habla sobre todo con los cajeros. Se trata de una conversación reciente en España, y en general en Europa, de algo más de 20 años. En América es más antigua. Parte de esa historia está recogida en un Modulor blog. Una parada en la palabra modulor. Se debe a Le Corbusier, y es un sistema de medida y proporción. Con él pretendía resolver el arquitecto "la ecuación del mundo", que siempre acababa dando en el hombre. En ese blog, que a su vez remite a otro, se cuenta la historia de los cajeros automáticos (ATM, en inglés, por Automatic Teller Machines). Parece que una sucursal tejana del Chemical Bank colgó el anuncio siguiente: "A partir del 2 de septiembre de 1969, nuestras puertas abrirán a las nueve de la mañana... y no cerrarán nunca más". El protagonista fue un hombre llamado Don Wetzel, cansado de hacer colas en los bancos para paparruchas. Su historia prueba, una vez más, que el aburrimiento es enormemente creativo y que uno de los graves problemas de la civilización moderna (y en especial de la infancia) es la imposibilidad práctica de aburrirse. Wetzel propuso a la empresa donde trabajaba, Docutel, que le ayudara a desarrollar una máquina capaz de evitar el aburrimiento de las colas bancarias. La empresa le ayudó con cuatro millones de dólares, y él respondió con largueza. A partir de 1969 los cajeros se extendieron por América y luego por el mundo. Hoy parece completamente olvidado, pero hubo un tiempo lento y elefantiaco en el que no había cajeros automáticos ni tarjetas de crédito. En ese tiempo, incomprensiblemente, uno no podía hacerlo todo. Por fortuna ya pasó, y qué duda cabe que en el estado de felicidad decretado ha tenido mucho que ver la prolongación de la jornada laboral de los bancos. Que no del bancario: ser mítico, indiscutiblemente tocado por la fortuna, vanguardia de la semana inglesa y la jornada intensiva (léxico de productor), que, antes de claudicar, ha sido capaz de fabricar un robot para que trabaje por él.
Uno dialoga con el cajero. Tiene derecho a esperar de él que no acuda a sofismas
El diálogo con los cajeros tiene algunas características interesantes. En principio, todo va muy fluido si vas a sacarle el dinero. Sobre todo, porque el dinero va a salir de ti. En ese mágico equívoco de que el dinero sale del banco se sustenta, en realidad, toda la economía financiera. El diálogo va bien porque la opción de sacar dinero está, generalmente, en el ángulo superior izquierdo, que es una de las zonas erógenas de la pantalla. Por el momento, y a salvo de que la evolución dicte cambios, una pantalla se lee (en nuestro alfabeto) de modo muy parecido a un texto. En el ángulo superior izquierdo está el principio y en el ángulo inferior derecho está el final. La importancia de esta última zona es aún mayor debido al peso suplementario de la mano derecha y su gestión privilegiada de las decisiones. Bien. Si uno quiere el dinero pulsa la tecla correspondiente a la cantidad deseada. Y en seguida pasa a una pantalla donde se pregunta si el dinero debe ir a cuenta de la cuenta o de la tarjeta de crédito. Se trata de un momento de alto riesgo, porque sacar dinero de la tarjeta de crédito es sacar menos dinero del que te cobran. El mágico equívoco. La operación con comisión está, en la mayoría de cajeros, en el ángulo inferior derecho, adonde se van casi siempe el ojo y la mano, y a veces se van para quedarse. Si no se quiere pagar más hay que hacer un esfuerzo y viajar hasta la inhóspita región de la izquierda, viaje que le hace sentirse a uno raro, casi fuera de la ley. Con el dinero casi en la mano, se pasa a una pantalla de trámite en la que preguntan por el recibo: el no al recibo está en el privilegiado ángulo inferior derecho: casi nadie lo quiere y además es bueno ahorrar tinta y papel. En pocos segundos logra uno salir a la calle. Algo ligeramente más dilatado sucede cuando al cajero se le pide información, el saldo de la cuenta, o el de las tarjetas; o cuando se ingresan talones o billetes. Es decir, en todas las operaciones en las que el usuario no resta. Lo que entonces le espera, invariablemente, es una pantalla que pregunta si quiere hacer otras operaciones. El sí está en el botón del ángulo inferior derecho, poderoso y fácil. Si vuelve a elegirse cualquiera de estas operaciones blancas, la pantalla reaparecerá. La única forma de acabar con ella es decirle no. Acudir a la izquierda inhóspita. O elegir como nueva operación la de sacar dinero. En este caso la pantalla no volverá. Para qué gastos.
Hay una disciplina, la llamada usabilidad, que se ocupa de estas decisivas minucias. La usabilidad es el conjunto de criterios que hacen más fácil la vida del usuario encarado a los ingenios. En castellano hay una página útil (alzado.org) dedicada a estos asuntos. Uno de los que escribe, Eduardo Manchón. Ha trabajado en el diseño de las interfaces de cajeros y otros ingenios. Dice que aún no sabemos exactamente cómo se maneja la voluntad del usuario en una pantalla, y que en el diseño se enfrentan siempre dos modalidades de venta: "No siempre se entiende que mostrarse claro, preciso y generoso es una manera de vender que a la larga da mejores resultados". Manchón duda ante el eje izquierda / derecha. Arguye el ejemplo de los cuadros de diálogo de Windows, en los que la opción más segura para el usuario está a la izquierda de la pantalla. Manchón lo achaca a un error de diseño, pero matiza que corregir un error asentado traería muchos problemas, y que tal vez la interface de los cajeros es deudora de ese error. En cualquier caso, el sí o el no favorables de Windows están a la izquierda, pero siempre resaltados. Los cajeros no se han atrevido todavía a resaltar una opción frente a otra, dada la neutralidad del dinero.
Uno dialoga con el cajero cada vez más. Tiene derecho a esperar de él que no acuda a sofismas.
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