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Reportaje:MI AVENTURA | EL VIAJERO HABITUAL

Por los laberintos del desierto argelino

CUANDO LOS todoterrenos enfilan hacia lo que desde lejos parece una montaña más, es difícil suponer que, al final de la inmensa llanura argelina que estamos cruzando, dos centinelas de piedra y arena conocidos como la Puerta del Tassili del Hoggar nos abrirán el paso hacia un mundo mágico. Caprichosas formaciones de basalto que se hunden en la arena componiendo insólitos laberintos, planicies de piedra salpicadas de esbeltas agujas y rincones en los que se esconden grabados que cincelaron los antiguos moradores de estos lugares, donde a uno se le antoja imposible que nadie pudiera vivir. No es un viaje para enviar postales, no existen, y si las hubiera, no podrían reflejar la belleza que aquí se respira.

Cada jornada recorremos pistas y transitamos por extensiones infinitas en las que los vehículos no tienen la necesidad de ceñirse a los límites de una concurrida carretera. Al mediodía, una acacia espinosa nos cede el cobijo de su sombra para comer, y al final del día siempre dudamos si el lugar donde vamos a dormir es más bonito que donde lo hicimos la noche anterior.

Antes de la cena, el cielo se empeña en regalarnos una asombrosa puesta de sol, y luego es el momento de sentir la noche. Quien no haya dormido al raso seguramente no lo podrá comprender, pero hay pocas experiencias tan inolvidables como extender el saco sobre una duna y dejar que tus ojos recorran una bóveda negra con miles de estrellas.

Montañas, dunas, desfiladeros, llanuras, van pasando ante nosotros conformando un paisaje que parece irreal. Pero, sobre todo, el desierto te ofrece soledad. Esa sensación, casi imposible de conseguir en nuestro mundo, de estar solo, de mirar al horizonte y no ver nada que te agobie, de que durante muchos días tu único universo sea el grupo de amigos con los que has decidido compartir esta experiencia.

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