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FÚTBOL | Quinto entrenador del Madrid en la 'era Florentino'
Columna
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Un presidente como los demás

Santiago Segurola

Florentino Pérez llegó al Madrid con la idea de regenerar al club y de instalar en el fútbol unos modos diferentes. Alumbró un proyecto singular que vulneró algunos viejos códigos del fútbol, pero que alcanzó un éxito indiscutible. Después de años de convulsiones y descrédito, el Madrid se convirtió en el faro del fútbol mundial. Lo consiguió con dinero fresco y con una política que produjo asombro por heterodoxa. Se desdeñaron cuestiones básicas del juego en beneficio de un apabullante modelo de estrellas. Había algo fascinante en el desafío. De alguna manera, era un viaje al pasado, el regreso freudiano de Florentino Pérez al Madrid de su infancia. No sólo pretendía confeccionar el más lujoso de los equipos, sino reproducir el sueño del Madrid que forjaron Kopa, Rial, Di Stéfano, Puskas y Gento. La misma colección de estrellas; el mismo desequilibrio en favor de los jugadores de ataque; el mismo entrenador de perfil bajo; la misma huella de su presidente. En su deseo de recuperar las señas que hicieron célebre al Madrid, Florentino Pérez pretendía merecer la misma consideración que Santiago Bernabéu, con el valor añadido de la riqueza. A Bernabéu no le importó el mercado en una época donde no había mercado. El fútbol era objeto de pasión, no de consumo. Con Florentino Pérez había una duda: no se sabía si era más importante el rendimiento en el mercado o los resultados en los campos de juego. Eso ocurrió mientras el Madrid ganó dos Ligas y una Copa de Europa.

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Durante ese periodo, Florentino Pérez escondía su fanática pasión por el Madrid debajo de unas maneras de tecnócrata impasible. Aunque su proyecto tenía un punto delirante, el presidente mantenía una cierta distancia con su propio personaje, un lado de ironía que le permitía permanecer al margen del casposo y agitado elenco de dirigentes del fútbol español. Su influencia llegó a tal grado que se creó algo parecido al estilo Florentino. Los nuevos presidentes querían ser como él: discretos, imaginativos, posiblemente maquiavélicos, decididamente triunfadores. Y los viejos dirigentes no tuvieron más remedio que bajar los decibelios y acomodarse a los nuevos tiempos. La época de Gil, Gaspart y Ruiz de Lopera había pasado. Pero Florentino Pérez no resolvió un problema capital en el fútbol y en la vida: la vanidad y sus consecuencias. Adulado en grado superlativo, convertido en la gran referencia empresarial del país, elevado a la cima de la popularidad social, acompañado por los éxitos del equipo, Florentino Pérez se sintió infalible. Se sintió un genio. En algún momento decidió que el fútbol, en su versión tradicional, era una mentira que privilegiaba la aparición de vividores: entrenadores, periodistas, directores técnicos... Y entonces apareció el personaje arrollado por el éxito, sin tener en cuenta que su equipo escondía claves que despreció. Consideró que su modelo era irresistible. Creyó que sus figuras durarían hasta los 40 años, como Di Stéfano y Puskas; precipitó el más desequilibrado de los equipos cuando se negó a cubrir la ausencia de Hierro y cambió a Makelele -el único experto defensivo en el medio campo- por Beckham, fabuloso icono comercial y discretísimo jugador; llevó su fascinante idea del máximo riesgo a la máxima imprudencia. Pensó, en definitiva, que estaba por encima de las convenciones y miserias del fútbol. Y no. El fútbol le esperaba con la capacidad de daño que le caracteriza. No era cierto que el Madrid estuviera por encima de los resultados. Tampoco que la simple reunión de estrellas garantizara el éxito. Ni que los grandes jugadores fueran ajenos al desgaste del tiempo. Y no era cierto que Florentino Pérez fuera de otra pasta. Al final, ha entrado en la misma espiral que ha definido a la inmensa mayoría de los presidentes del fútbol español: la espiral Gil. Florentino Pérez, el hombre que pretendía cambiar el modelo del fútbol, ha sucumbido como los demás a las urgencias, malos resultados, críticas, ausencia de planes consistentes y decisiones aceleradas. La contratación del tercer entrenador en el plazo de cuatro meses certifica la realidad de un fracaso.

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