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Columna
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Luces y sombras

El Pleno del Parlamento de Vitoria debatirá mañana el llamado plan Ibarretxe, una iniciativa legal anunciada por el lehendakari en octubre de 2001, enviada a la Cámara 12 meses después y debatida en ponencia y comisión durante un año largo. A lo largo de ese iter legislativo, la mayoría relativa de los tres partidos gubernamentales -36 diputados sobre 75- en la Cámara ha venido imponiéndose a la minoría formada por PP y PSOE -32 escaños- gracias a la abstención de los diputados de Sozialista Abertzaleak (SA), bandera de conveniencia utilizada por la ilegalizada Batasuna en las elecciones autonómicas de 2001. La palmaria condición de SA como herramienta parlamentaria del brazo político de ETA ha planteado un conflicto jurídico-constitucional en torno a la legalidad de su presencia como grupo en la Cámara. En cualquier caso, el privilegiado Estatuto reconocido por la Constitución a los representantes de los ciudadanos a título individual desvanece cualquier duda respecto a los derechos de cada electo; el TC acaba de invocar el principio de inviolabilidad de los parlamentarios por las opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones para dar amparo a Jon Salaberria, un diputado de SA condenado por el TSJPV a un año de cárcel y siete años de inhabilitación.

Dado que la aprobación del proyecto necesita de la mayoría absoluta de la Cámara, la principal incógnita del Pleno girará en torno a la decisión final de SA: para que el plan Ibarretxe saliera adelante sería preciso que al menos dos de sus siete diputados disponibles -Urrutikoetxea se halla en paradero desconocido- votaran a su favor. Cualquier pronóstico deberá contar en sus cálculos con el uso manipulador de las reglas de juego que la constelación en torno a ETA aplica a su parasitario aprovechamiento del sistema democrático. Aunque la retórica de Batasuna conduciría lógicamente a predecir la abstención o el voto en contra, tampoco cabe excluir su provocador apoyo; la aprobación del plan Ibarretxe con los votos de SA teñiría de radicalismo al PNV y forjaría las bases operativas del frente nacionalista que ETA predica desde siempre.

Hace diez días, la dirección de los socialistas vascos presentó unas Bases para la actualización y reforma del Estatuto de Autonomía caídas aparentemente del cielo; entre los redactores del improvisado texto figura Emilio Guevara, ex diputado general de Álava por el PNV, candidato en las listas del PSOE tras ser expulsado de su antiguo partido y participante en la cabecera de la última manifestación convocada por ¡Basta Ya! en San Sebastián. El documento rechaza el plan Ibarretxe, denuncia el nacionalismo identitario y critica la desleal tendencia del PNV a apropiarse del País Vasco y a no respetar los compromisos adquiridos con el Estado de las Autonomías. También defiende los logros alcanzados por la autonomía vasca durante sus casi cinco lustros de existencia: "Las luces son más intensas cuantitativa y cualitativamente" que las sombras proyectadas por las competencias aún no transferidas; baste recordar que el autogobierno financiero posibilitado por el concierto económico se sitúa en torno al 85% de las competencias del sector público y que el 90% de los euros recaudados quedan a disposición del Gobierno y de las diputaciones forales. El documento subraya la necesidad de "un consenso amplio en materia institucional, social y cultural" para la modificación del marco estatutario.

Pero las Bases del PSOE -presentadas como material preparatorio de discusión para una futura Mesa de partidos- ofrece a su vez una combinación incierta de luces (atribuibles a las buenas intenciones) y de sombras (achacables a sus eventuales efectos perversos). Disguste o complazca, la referencia del texto a una comunidad nacional vasca cívica, si bien puede dar lugar a una inacabable polémica nominalista, no es un factor oscurecedor demasiado preocupante. Mayor importancia reviste, en cambio, que los "criterios y objetivos básicos" para el "desarrollo pleno" y la "actualización" del Estatuto expuestos por el documento no parecen tanto preguntas abiertas, susceptibles de contestaciones consensuadas tras un debate, como respuestas cerradas de corte maximalista, destinadas a complacer -la experiencia enseña que inútilmente- las insaciables pretensiones nacionalistas.

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