Ucrania, sin ir más lejos
La llamada revolución naranja (mejor sería hablar de transición) se ha concretado en victoria electoral, aunque por un margen que demuestra que la sombra del pasado es alargada. El régimen neoautoritario de Kuchma habrá fracasado en el intento de perpetuarse. Pero todo cambio tiene un día siguiente. Cuando el cambio es violento, el día siguiente acostumbra a ser siniestro; cuando es pacífico, más bien sórdido. La fiesta terminará, las calles se vaciarán y empezará el juego secreto para acomodar a los oligarcas surgidos del frío en el nuevo régimen, para minimizar la rendición de cuentas de corruptos y corruptores, para compensar a todos aquellos que se fueron subiendo al caballo ganador. Al fin y al cabo, Yúshenko, antes de ser el hombre del rostro envenenado por desafiar el poder de Kuchma, tenía una biografía perfectamente compatible con los dirigentes del régimen que ahora quiere desmontar.
Todas las transiciones pacíficas se hacen sobre la base de la figura imprescindible del buen traidor, que es capaz de abandonar paulatinamente el pasado para convertirse en puente hacia el futuro. (En España, tenemos experiencia de ello, el Rey desempeñó este papel, por sí mismo y por delegación en Adolfo Suárez). Estos puentes mantienen las expectativas de los más listos del régimen anterior, que ven la posibilidad de cruzar sobre sus espaldas a la otra orilla. De este modo se evita la reacción previsible en caso de que los perdedores no vieran ninguna posibilidad de acomodarse.
Yúshenko tomará unas primeras medidas más bien populares e inmediatamente empezará la resaca. El cambio chocará con la dura realidad de las relaciones de fuerza, en un país que, como sus vecinos, pasó del comunismo al capitalismo, simplemente, colocando el poder económico del Estado en manos de los que entonces lo regentaban, sus familias y sus amigos. Y, naturalmente, empezarán las frustraciones y los desencantos. Hay guiones que se repiten inexorablemente, porque la presión de la calle puede hacer repetir unas elecciones fraudulentas, pero no puede garantizar la regeneración de un sistema apoyado sobre la corrupción. Son países con enorme déficit de democracia y, por tanto, de mecanismos reales de control del abuso de poder. Cuando cayó el muro de Berlín las bibliotecas estaban llenas de libros sobre la transición del capitalismo al socialismo, pero no había uno solo sobre la transición del comunismo al capitalismo. Ocuparon su lugar las presiones y las recetas del FMI. Y se produjo una falsa liberalización, antes incluso de establecer las garantías y reglas del juego necesarias para el funcionamiento del sistema, que en realidad fue la transferencia de la titularidad del poder económico a la cúspide de las burocracias gobernantes. En vez de construcción de la democracia, hubo simplemente reconstrucción de las oligarquías. Para complicar más el juego, estas oligarquías explotan las diferencias culturales para asentar su fuerza en el clientelismo. La revolución naranja sólo acaba de empezar. Le queda por delante la construcción de la democracia inexistente -hay que recordar lo evidente: un régimen no es una democracia por el solo hecho de que se vote-, pero también la resolución de la fractura entre la Ucrania de querencias occidentales y la Ucrania pro rusa, agrandada en esta batalla por los intereses de cada candidato.
La transición naranja corresponde a lo que podríamos llamar revoluciones de la primera corona que rodea a Rusia. Las de la segunda se saldaron en los noventa y sus protagonistas están ya entrando en la Unión Europea. La de Ucrania, como la de Georgia -que fue, hace bien poco, información de primera página y que ya ha desaparecido en un silencio que habría que saber si es de normalidad o de frustración- concierne directamente a los sueños neoimperiales de Putin, que contaba con Ucrania y Bielorrusia como piezas claves para la reconstrucción del imperio. Los tiempos cambian y a veces parece que los dirigentes políticos son los que más tardan en enterarse. Putin reaccionó inicialmente con reflejos de guerra fría, pensando que Occidente no se inmiscuiría en terreno de influencia directa suya. Después ha optado por la prudencia, limitándose a utilizar la paranoia contra Occidente para uso interno. Tampoco Europa parece entusiasmada con la evolución de Ucrania. Podría decirse que los dirigentes europeos han hecho lo justo para quedar bien con sus opiniones públicas, evitando provocar a Putin. Los gobernantes son muy sensibles al mantenimiento del statu quo. Y más en una zona tan espinosa como es el área de cercanías de Rusia. Sólo así se explica la fascinación de los líderes europeos por el autócrata que gobierna el Kremlin. Tienen tanto miedo a que este territorio inmenso y misterioso para los europeos que es Rusia se desmadre, que a Putin se le perdona todo mientras garantice el control férreo del país. Poco importa el desprecio reiterado por el material humano que ha demostrado en Chechenia y en su respuesta a los atentados del teatro de Moscú y de la escuela de Beslán; poco importa la deriva autoritaria de la frágil democracia rusa, con control absoluto sobre los presidentes de las repúblicas y con una estructura de poder que deja todo en manos del presidente. Rusia, aparentemente, está quieta y eso, para nuestros demócratas gobernantes, vale cualquier precio en derechos humanos y libertades. Cuando Rusia despierte entrará el vértigo.
Pero Europa no sólo recela de la revolución naranja por cierto síndrome de dependencia de Putin. Teme por su estructura misma. Ucrania llama a la puerta. ¿Otro movimiento de fronteras? En vísperas de los referéndos de la Constitución europea, tendríamos que tomar conciencia del enorme atractivo que tiene Europa para sus vecinos. Las revoluciones de finales de la década de 1980, las de la segunda corona, tenían a Estados Unidos como referente principal y han llevado esta preferencia incorporada incluso al entrar en la Unión Europea. La revolución de la primera corona piensa ya directamente en Europa. El pro occidental Yúshenko ya ha anunciado la retirada inmediata del contingente ucranio en Irak. Europa debe asumir que su capacidad de seducción -como la región del mundo que ha encontrado mejor equilibrio entre capitalismo y cohesión social- es enorme y le otorga una gran responsabilidad. La de ser capaz de mantener los equilibrios que le han dado fama y de no defraudar a quienes llaman a su puerta.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.