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Tribuna:DEBATE | Luz y sombra de la globalización económica
Tribuna
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Una dinámica de progreso

Hace ya más de veinticinco años que Theodore Levitt propuso el término "globalización" para describir el nuevo entorno empresarial. Según su visión de los acontecimientos, el mundo asistía a una apertura comercial sin precedentes y a una clara convergencia de necesidades humanas. Aquellas empresas que se decidieran a abordar tal mercado global podrían encontrar enormes economías de escala, con el consiguiente incremento de la productividad. Adquirirían, así, una ventaja competitiva sobre todas las demás.

Pero el concepto de "globalización" desbordó muy pronto el ámbito de la mera gestión empresarial, para introducirse en las esferas de la economía, la sociología, la política y la antropología. El Fondo Monetario Internacional se refirió a la globalización como una "acelerada integración mundial de las economías, a través del comercio, la producción, los flujos financieros, la difusión tecnológica, las redes de información y las corrientes culturales", una descripción muy completa, en la que -como se ve- confluyen elementos económicos y empresariales con otros de muy distinta condición. Se reconoció, pues, la globalización como un fenómeno histórico bastante más complejo que lo que el padre de la expresión había sugerido, incorporando aspectos tecnológicos, culturales y de gestión del conocimiento. Tales ingredientes extraeconómicos son los auténticos motores de la globalización, por más que ésta se manifieste después en datos puramente comerciales o de inversión. Consideremos algunos de ellos.

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A diferencia de épocas pasadas, muchas innovaciones tecnológicas de hoy (cualquiera de las generadas en Silicon Valley) pasan a estar inmediatamente disponibles en el último rincón del mundo, con tal de que exista en él suficiente capital humano para asimilarlas. El conocimiento tiende también a generalizarse, mediante un acceso simultáneo a fuentes de información, no sólo amplísimas, sino disponibles en tiempo real para cualquier ser humano. Por su parte, las culturas se interaccionan con más intensidad, al amparo de grandes medios de comunicación y de la velocidad lograda en los desplazamientos. Aunque no son pocos los países que manifiestan una inquietud por lo que consideran "americanización" de la cultura autóctona, en Estados Unidos la queja se refiere, curiosamente, al declive de la propia identidad cultural, ante el empuje de influencias latinas, africanas y asiáticas. Un universo -puede advertirse- rico en contradicciones, pero en clara e inequívoca senda hacia el progreso.

En el ámbito puramente económico, las contradicciones se acentúan. Avanzamos hacia la globalización, pero lamentablemente estamos aún muy lejos de lograrla. Subsisten todavía barreras al comercio que alcanzan, en ocasiones, extremos exagerados. Piénsese, por ejemplo, en cómo la política agraria común de la Unión Europea, junto al proteccionismo agrícola japonés, y en menor medida el norteamericano, están penalizando a los países en vías de desarrollo, que ven así cerrada la comercialización de aquellos productos-los del sector primario- en los que disfrutarían de obvias ventajas comparativas.

Permanece también en vigor una multiplicidad de restricciones a los movimientos de capital. No es tan fácil como a veces se piensa movilizar flujos financieros entre diversas zonas del mundo. Invertir en Corea, en Malaisia o en Japón (son sólo algunos de los muchos ejemplos posibles) puede convertirse en un proceso erizado de dificultades legales y políticas. Muchas integraciones regionales, como la Unión Europea, Mercosur o NAFTA, no son, en el fondo, sino intentos de crear universos parciales, con barreras comunes hacia el resto del mundo, es decir, todo lo contrario de la globalización. Por si fuera poco, las leyes sobre migración marcan evidentes limitaciones a la movilidad del capital humano, que constituye, en última instancia, el principal recurso económico.

Y sin embargo, la globalización avanza, a través de un proceso que tiene mucho de inevitable. De hecho, la generación de la revolución industrial, a lo largo del siglo XIX, había dado ya impulso a un movimiento globalizador tan intenso como el que vivimos actualmente. Grandes multinacionales construyeron el Canal de Suez, explotaron recursos y llenaron de ferrocarriles un planeta en el que ni siquiera existían los pasaportes, mientras el comercio internacional, como proporción del PIB, alcanzaba en muchas naciones niveles similares a los de hoy. El gran drama de 1914-18 militarizó a los principales países, cerró el mundo al comercio e interrumpió las inversiones transnacionales. Surgieron después amenazas planteadas por el comunismo y el fascismo, una gran depresión económica y el estallido de la Segunda Guerra Mundial, hasta completar, en la primera mitad del siglo XX, el periodo más trágico de la historia humana. Cabe, sin embargo preguntarse cómo sería el mundo de hoy si aquel avance hacia la globalización no hubiera sido interrumpido, durante casi cincuenta años, por la insensatez de unos cuantos.

En gran medida, nuestra vivencia económica desde los años sesenta (la globalización) no es sino un retorno hacia el estado natural de las cosas. De él se han derivado ya, en las últimas décadas, progresos económicos y sociales hasta entonces inimaginables. Desde los años cincuenta, la población global se ha multiplicado por tres, pero el PIB lo ha hecho por doce, de forma que el mundo de hoy es cuatro veces más rico que el de nuestros abuelos, y no sólo porque los países avanzados hayan progresado intensamente. Grandes masas de la población en zonas del mundo históricamente míseras (Asia, en especial) se han incorporando a la dinámica de progreso que la globalización comporta.

La tarea aún pendiente consiste en extender esa misma dinámica a todos los países, en especial a aquellos que el proteccionismo ha venido injustamente marginando. Pero ello exige más, no menos, globalización.

Juan José Toribio es profesor del IESE.

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