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El secreto está en crecer

Algunas de las elecciones disputadas este año, como las presidenciales en los EE UU o las elecciones españolas del pasado mes de marzo, parecen haber puesto en cuestión una idea que circulaba casi como un axioma en círculos políticos: que los Gobiernos son juzgados, y por tanto ganan o pierden las elecciones, por su gestión de la economía. El presidente americano ha conseguido ser reelegido a pesar de que sus decisiones en materia económica han tenido resultados más que discutibles, y en España el Partido Popular no pudo revalidar su mandato a pesar de presentar una ejecutoria más que presentable en el terreno económico.

¿Quiere esto decir que la economía ha dejado de ser importante como argumento político?

Evidentemente no, aunque lo ocurrido este año es un buen recordatorio de que, cuando la ocasión lo requiere, los ciudadanos son capaces de poner en primer plano, no sus problemas de estómago, sino los problemas puramente políticos; es decir, quién ejerce el poder en la sociedad y cómo debe ejercerlo.

Sin embargo, es un error tratar de reducir la importancia de la economía en el debate político a las consecuencias electorales de una buena o mala gestión económica o de una buena o mala coyuntura económica; aunque estos elementos puedan explicar, en determinados momentos, los movimientos de opinión de los sectores indecisos o menos politizados de la población.

La economía tiene importancia en una perspectiva temporal más larga que la que dibuja el calendario electoral. Y ello por varias razones. En primer lugar, una estrategia económica coherente (en la que salgan las cuentas) hace creíble una opción política y contribuye a hacer de ella una fuerza potencial de gobierno. Además esa estrategia, si es correcta, permite cuando se llega al Gobierno articular una línea de respuesta a las crisis (ya sean de carácter coyuntural, ya obedezcan a problemas de fondo) que otorga ventaja a los Gobiernos que cuentan con ella e incrementa sus posibilidades de revalidar los mandatos.

Hay otra razón que tiene que ver con los mismos fundamentos de nuestro sistema político: una parte importante de la legitimidad que éste goza ante nuestros ojos se deriva de la eficacia que atribuimos a nuestras instituciones políticas y económicas para asegurarnos un futuro cada vez mejor. Por ejemplo, una de las razones, que ponen de manifiesto recientes sondeos de opinión, sobre la presunta fragilidad de la democracia en América Latina, radica en que los ciudadanos latinoamericanos no asocian los cambios democráticos de las últimas décadas con una mejora en sus condiciones de vida. Y en Europa, el continuo debate sobre las presuntas insuficiencias del "modelo europeo" tiene como telón de fondo las tasas de crecimiento de la economía americana, que han superado claramente a las europeas en los últimos años.

Dicho con otras palabras, esperamos que nuestro sistema político-económico, aparte de garantizarnos un núcleo básico de derechos personales, no obstaculice, o más bien sea un factor positivo para el crecimiento económico. Y lo que es válido para el sistema político en su conjunto lo es también para las fuerzas políticas singulares. Es decir, también a los partidos les pedimos un cierto número de garantías personales (nunca votaríamos a un partido si pensáramos que constituye una amenaza a nuestra forma de vida) y una perspectiva de futuro.

Teniendo en cuenta todo esto, no es exagerado afirmar que el tema del crecimiento económico es central en la política de nuestros días.

Pero, aceptado esto, las complicaciones para los políticos no han hecho más que empezar ¿Cómo crecer? ¿Cómo se puede garantizar, si no el crecimiento, el mejor entorno posible para que éste se produzca?

A pesar del alto grado de coincidencia que parece existir hoy en cuestiones económicas entre la derecha y la izquierda (al menos la izquierda con posibilidades de gobernar, que es lo que cuenta), no es posible ofrecer una respuesta a aquellas preguntas que no esté cargada de preferencias ideológicas o de sesgo político.

Por ejemplo, hay un diagnóstico, muy generalizado, de que los males del "modelo europeo", ejemplificados en los problemas por los que está pasando Alemania, se deben al peso del Estado en la economía y al coste del factor trabajo, que es a lo que se apunta cuando se habla de los altos niveles de los impuestos y el gasto público o de los onerosos sistemas de protección social que prevalecen en Europa, comparados con los EE UU.

Como es obvio, este diagnóstico, sean cuales sean sus virtudes, coincide con los elementos centrales de la agenda política de la derecha en los últimos tiempos, en Europa y en los EE UU.

Dada su influencia puede que no sea inoportuno aprovechar esta ocasión para señalar algunas de sus insuficiencias.

Los principales motivos de sospecha sobre la validez de este diagnóstico los podemos encontrar tanto en Europa como en los EE UU. En Europa, donde los países nórdicos, que están en cabeza en todos aquellos parámetros que se consideran como el origen de nuestros problemas, han encabezado también, en la pasada centuria, los rankings de crecimiento y productividad. Y en los EE UU, cuyo espectacular crecimiento entre 1913 y 1972 está ligado -como recuerda el economista norteamericano Robert Gordon- tanto a los grandes inventos de finales del XIX y comienzos del XX (señaladamente la electricidad y el motor de explosión) como al relativo encarecimiento del factor trabajo, que se produjo como consecuencia de las restricciones a la inmigración entre la década de 1920 y la de 1960. Un encarecimiento que fomentó la introducción de mejoras que impulsaron al alza la productividad.

Los más avispados observarán que, en esas décadas, Angus Madison ha calificado como la edad de oro del capitalismo, las empresas no disfrutaban, como ahora, de las posibilidades que ofrece la globalización y, por tanto, no podían optar por hacer trabajar por poco dinero a los ciudadanos chinos y a los niños de Pakistán o del sureste asiático. Sin embargo, las lecciones que aquellas décadas doradas ofrecen deberían ser estudiadas una y otra vez. No vaya a ser que en ellas se encuentre el secreto del crecimiento económico.

Mario Trinidad es ex diputado socialista y escritor.

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