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Columna
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Esa luz

Hay días como ínsulas, extraños. O que flotan a la deriva, en el hábito de su infinitud. Hay días en que la luz es más alta y, para verla, hay que entrar antes en su oscuridad (y resplandor y sombra existen en la misma sustancia). Habíamos ido a ver a nuestro amigo al hospital Gregorio Marañón, planta de enfermedades infecciosas, zona de sida: estaba sin defensas. A esa hora, desde la ventana de su habitación veíamos ya caer la luz, rosada. Pero no caía: se fugaba o se diluía en ese horizonte amplio que a veces es Madrid. Se extendía en su ocultación (¿qué día es éste que no acaba?). Fuera, en los pasillos, en las otras habitaciones entreabiertas a la penumbra, en la salita del televisor los enfermos se movían como espectros (es esbelta la sombra, es hermoso el abismo). Ellos mismos habían montado un belén, y quizás un arbolito decorado de luces y colores, junto al control de enfermería. Sobre el mostrador se apoyaba un guardia jurado de turno (y hay azufre en las tazas donde debiera hervir la misericordia). Es por los yonquis, nos contó nuestro amigo, no se les puede dejar solos. Los yonquis. Están solos hasta de sí mismos, pero hay que vigilarlos, porque no tienen nada que perder, excepto el último vestigio de la existencia: su delgada corporeidad. Y trapichean con todo: desde un cigarro hasta heroína. Algunos, seguía nuestro amigo, se intercambian los termómetros para aparentar que la fiebre no cede y que así no los manden a la calle. Trapichean con la vida. Mientras, mendigan monedas o roban jerséis a las visitas: el precio de una dosis, quizá; el valor de su permanencia (Soy el que ya comienza a no existir / y el que solloza todavía. / Qué cansancio ser dos inútilmente). Mi amigo apuntaba sus observaciones en un cuaderno: allí no se puede dormir, las cortinas que separan las camas están sucias; quizá dijo algo más, y no estuve atenta a lo pragmático. Nos costaba respirar, por el calor. O puede que fuera la melancolía (es la ebriedad de la melancolía; cómo acercar el rostro a una rosa enferma, indecisa entre el perfume y la muerte).

Salimos del hospital, extraños como ínsulas, y fuimos caminando sobre el frío, calle de O'Donnell abajo, hasta el Centro Cultural del Círculo de Lectores. Porque, con motivo de la edición de Esta luz. Poesía reunida. 1947-2004 (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores), en esa tarde de falsos contrastes nos esperaba la lectura poética de Antonio Gamoneda. "No hay otra obra poética entre nosotros tan transida de frío ni tan consciente del miedo", dice Carlos Piera del poeta. Y como si supiera lo que acabábamos de ver, como si él mismo lo hubiera visto tantas veces y viniera a reconfortarnos de claridad, Gamoneda entró en la sala despacio, hermoso como una criatura primordial, necesario como un animal a punto siempre de extinguirse, sordo a palabras necias, recio en la honradez de su tristeza. Qué iba a saber él lo que nosotros habíamos visto y, sin embargo, nos lo fue diciendo: "Oh qué dura, feroz es la frontera / de la belleza y el dolor; ni un dios / puede cruzarla con su cuerpo puro".

Antes lo había presentado el también poeta Miguel Casado, experto y mentor de Gamoneda, y autor del brillante Epílogo de Esta luz: "Algo hay morboso, sin duda, en el cuerpo de la poesía española para que fenómenos de esta índole no dejen de producirse, con mayor o menor intensidad, pero con tanta frecuencia". Se refiere al olvido al que durante años, demasiados, sufrió la obra de este sabio de las palabras. Hasta que en 1987 obtuvo el Premio Nacional de Poesía por su libro Edad. Hasta que el niño recadero, el autodidacta, el antifranquista, el solitario, fue reconocido por la oficialidad. Pero, a pesar de la vana Historia, ahí estaba Gamoneda el eterno ("Mi pensamiento es anterior a la eternidad pero no hay eternidad"); Gamoneda el enamorado ("Existían tus manos... Todo era verdad bajo los árboles, / todo era verdad. Yo comprendía / todas las cosas como se comprende / un fruto con la boca, una luz con los ojos"); Gamoneda el avergonzado ("Mi vergüenza es tan grande como mi cuerpo"); Gamoneda el aterido ("Tengo frío junto a los manantiales. / He subido hasta cansar mi corazón"); Gamoneda el que, reconciliado con la vida ("Qué extraña se ha vuelto la existencia: / tú sonríes en el pasado / y yo sé que vivo porque te oigo llorar"), dio luz a nuestra deriva de invierno y hospital.

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