Madrid me gusta
Madrid es mi cuidad desde los años setenta y la amo. Me gusta por su vitalidad, su hospitalidad, su clima, sus cielos al atardecer... Pero no creo que las autoridades municipales la quieran tanto como yo. La última gran sorpresa me ha venido de los famosos alerones azules (¿aletas de tiburón?) que llevan unos meses amueblando algunas calles madrileñas. Suelo aprovechar mis viajes en taxi para pedir al conductor su opinión sobre los beneficios de la iniciativa. Me gustaría encontrarle sentido a la instalación de tan feo, sucio y frágil bordillo. Hasta ahora nadie ha logrado convencerme de que no exista otra solución más eficaz, menos costosa, más segura (no puedo creer que el hecho de que una pisada de neumático los pueda deformar o destrozar sea un criterio para medir el impacto que tiene sobre la seguridad de los que lo machacan) y más estética para que una capital como Madrid logre llevar a los automovilistas a respetar el carril-bus.
La reciente genial idea para imponer el machacado alerón me ha llenado de perplejidad: unas luces en torno a la flecha señalizadora de entrada al carril-bus. Mientras las fuerzas vivas de la ciudad debaten sobre lo acertado de la iluminación navideña, las lucecitas del carril-bus se encienden y se apagan ante la aparente indiferencia general. Madrid iba a convertirse en una capital innovadora. ¿Quién mejor que artistas, diseñadores o arquitectos para engalanar nuestras calles? Cada vez que levanto la cabeza hacia las cortinas de luces y las palabras misteriosas para dejarme seducir por su magia, mi vista topa con las lucecitas de las flechas. Y vuelvo a la dura realidad.
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