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Columna
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Rostro

El otro día mientras hojeaba el periódico, algo hizo que me detuviera en la sección de necrológicas. La fotografía mostraba el rostro de un anciano como tantos y el nombre del fallecido también me resultaba completamente ajeno, pero algo me obligó a fijarme en él. Fue un resorte instintivo y dificil de explicar. Su rostro, aparentemente anodino, no mostraba ningún rasgo especial que lo individualizara. Era el semblante de un hombre mayor, con una calvicie avanzada y abundantes manchas de edad en la piel. Los ojos que siempre dejan traslucir algún rastro del alma eran opacos e inexpresivos; no reflejaban nada especialmente siniestro que pudiera alertarnos en su contra, aunque eran unos ojos que habían visto cosas indescriptibles. Lo único que acaso podía prevenirnos ante este individuo, se hallaba en la parte inferior de la cara, en el mentón prominente y acusatorio, acrecentado por la contracción de los labios en un gesto de consustancial desprecio. Pero hubieran hecho falta verdaderas dotes adivinatorias y mucho tiempo de observación para saber que años atrás este hombre fue un asesino de la peor especie.

Josef Schwammberger nació en 1912 en Tirol (Austria) y, desde el inicio de los años cuarenta hasta el mismo final de la guerra, destacó por la brutalidad criminal que desarrolló como sargento de las SS nazis en varios destinos en la región de Cracovia, al sur de Polonia. En octubre de 1943 con varios miembros de la Gestapo encerró a un grupo de 15 mujeres y algunos hombres en un granero al que prendió fuego. Después esperó apostado afuera, y cuando las víctimas intentaban huir, envueltas en llamas, dio la orden de rematarlas a tiros. En el invierno de ese mismo año acribilló a balazos a un muchacho judío llamado Uri Blum por intentar cambiar una lata de conservas a través de las alambradas del gueto. Otra de sus diversiones era lanzar a su perro pastor alemán contra los detenidos hasta que los descuartizaba. También se le acusó de haber asesinado a 40 niños huérfanos y de quemar sus cadáveres. Pero esto es sólo una pequeñísima parte de los crímenes que le fueron imputados.

Al acabar la guerra, con la ayuda de diversos curas y obispos de la llamada red del Vaticano consiguió huir a la Argentina de Perón donde se refugiaron tantos criminales nazis. Más tarde el gobierno de Carlos Menem lo devolvió a Alemania y allí un tribunal lo condenó a cadena perpetua. Murió hace unos días en el hospital de una cárcel alemana a la edad de 92 años, con el trato preferente de la ancianidad, en unas condiciones que él jamás concedió a ninguna de sus víctimas.

Ahora pienso que lo verdaderamente siniestro de la fotografía del periódico era precisamente su aspecto de anciano normal. Porque su imagen reflejaba a la perfección a un hombre mediocre, sin ningún talento, el tipo de medio pelo que quiza en otras circunstancias hubiera podido pasar por un ciudadano cualquiera, pero que, al disfrutar de poder sobre otros, desarrolló una de las patologías más peligrosas: liberar su frustación, dando rienda suelta a un instinto de bestia insaciable. Nunca se arrepintió de sus crímenes y los grupos neofascistas que denunciaban que un anciano de su edad estuviese en prisión, decían en sus panfletos que en la cárcel permanecía fiel a su ideología nazi aunque "había perdido su sarcástico sentido del humor". Bajo la piel sin alma hay rostros que romperían cualquier espejo.

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