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La alcaldesa feliz

Doña Rita Barberá es una alcaldesa feliz, al menos, en su condición de alcaldesa. Es feliz gracias a que el pueblo siempre tiene razón y la prueba es que la vota una y otra vez. El amado pueblo. ¿Qué deben importarle las quejas de unos cuantos, así sean catedráticos más o menos ilustres, intelectuales, expertos en urbanismo, periodistas avezados y demás gente de letras? ¿Qué importa que la ciudad esté endeudada hasta las cejas, que Bruselas le imponga sanciones por esto y lo otro? Ladridos de los perros a la luna. Doña Rita se ríe sotabarba (metafórica) de ciudadanos quejumbrosos, pensando acaso a priori que no tienen razón y que están más mimados que las vacas de Manolillo. A la postre, aquí hemos andado enzarzados en cuestión tan esperpéntica como que la parte (la ciencia) debe prevalecer sobre el todo (la democracia). Doña Rita, la alcaldesa feliz, tiene su todo particular y su parte particular.

Es cierto que el pueblo se queja -del ruido, de los cortes por obras, del tráfico en puro desorden, de los malos servicios, de la ausencia de policía y un largo etcétera, en el que hay que incluir la delincuencia callejera-, pero doña Rita no necesita disfrazarse y andarse por ahí recabando opiniones. Súbase a un taxi de incógnito y azuce al conductor por donde a ella le conviene y lo más probable es que oiga pestes. Y qué. Ella sabe que son desahogos de la siempre malhumorada condición humana, protestas que no cambian el voto. Quizá sabe también que no es amada, pero sí lo suficientemente tolerada como para que el fatalismo haga el resto.

Así que tenemos una alcaldesa feliz, si no estamos suponiendo demasiado. Su partido la quiere porque aporta votos sin pedir mucho a cambio ni protagonizar grandes escándalos externos ni internos. Ella pudo ser el individuo a quien el general Franco dicen que dijo, "haga como yo, no se meta en política". Ella sabe qué tradiciones son intocables y las que puede tocar, sobre todo y al parecer, si los constructores se empeñan. O sea, que Fallas sí, pero que se hundan los barrios más históricos y bellos de la ciudad, que son una rémora. Cabría sugerirle, para incremento de su felicidad, que se leyera el discurso del arrojado Blasco Ibáñez, pronunciado en la Real Academia de Cultura Valenciana el 16 de mayo de 1921. Reproduciré algunas palabras memorables, útiles para aliviar algún desfallecimiento de la alcaldesa, pues también la felicidad produce desagradables respingos: "Yo sé que el progreso en todos los países, uno de los inconvenientes que tiene, pero inevitable, es que va borrando el pasado y de una manera brutal, mecánica, sin fijarse en lo que es bueno ni en lo que es malo, lo va borrando, y de ahí que el esfuerzo del hombre racional es ir modificando, es ir canalizando esa fuerza, algo que borra sin fijarse en lo que borra, para hacer que, aparte de esa borradura, vayan quedando aquellas cosas que merecen respetarse". (Obsérvese el refulgente estilo).

Como vulgarmente se dice ahora, don Vicente tenía un morro que se lo pisaba, como bien se advierte en ese párrafo. Anótelo doña Rita, si acaso no lo tiene del todo metabolizado. Y anote la propuesta de aquel insigne valenciano. Pero a lo que iba. Don Vicente, en la mencionada conferencia, propuso, para conservar las esencias, ¡un Museo de Valencia! con figuritas de labradoras, fotografías de nuestros grandes hombres, herramientas, trajes valencianos, la cocina de la barraca, los aperos de labranza... Quién sabe. Acaso a doña Rita le seduce la idea y ese museo de la Ilustración que de nada sirve, se vaya llenando de miniaturas en cera; por ejemplo, de tantas casas como se derrumban en Velluters, el Carmen y otros barrios inmolados en favor de esas horrendas avenidas que tanto agradan (¿o no?) al papanatismo y por supuesto que sí, a los constructores y a la alcaldesa feliz y amante del progreso a lo Blasco Ibáñez.

Pero la felicidad puede conducir a la modorra en sus dos polos opuestos: la actividad, el interés por todo y por todos; o el menfotisme (vale también meninfotisme). Existe la creciente impresión, o a mí me parece detectarla, de que a nuestra alcaldesa feliz no le importa otra cosa que el cemento, excepto el que se emplearía para hacer viviendas de protección oficial. Ella se refugia en que no hay suelo o no hay dinero o no hay leyes. Yo estoy de acuerdo, hasta cierto punto, en que los alcaldes de las grandes ciudades deberían tener mayores competencias, pero cuando no se ve el menor interés en cumplir las que se tienen átenme esa mosca por el rabo. Usted avisa a la policía municipal para que acudan a socorrerle caso de que un vecino le esté haciendo la vida imposible, y tendrá que aportar documentos por teléfono, rezando para que no le pidan también la partida de nacimiento. Irán cuando vayan, si van... y el transgresor escapará con una suave reprimenda así haya arrojado el mobiliario por el deslunado. Una valenciana ha tenido que llegar hasta el Tribunal de Derechos Humanos, en Estrasburgo, por un caso de contaminación acústica reiterada. Gana el pleito, pero aquí se niegan a pagar la multa de unos tristes ocho mil euros. La alcaldesa feliz tiene la santa barra de alabar a la denunciante por su tesón. Decir cinismo es decir poco. También nos ha condenado Europa por la caza con parany, pero el destino natural de las sentencias europeas es la papelera; lo que a nosotros, como ciudadanos de Europa, debería avergonzarnos, por la parte que nos toca.

En fin, competencias contra la contaminación acústica las hay emanadas de todas las administraciones, desde la local hasta la europea. Impedir que unos individuos disparen una traca a cualquier hora del día o de la noche, o que un automóvil discoteca o una moto trucada rompan sueños, no es cuestión de presupuesto ni de legislación: sólo de ganas. Las que le faltan a esta alcaldesa feliz que parece gozar haciéndonos la puñeta. Y como el tiempo vuela, marzo está a la vuelta de la esquina. Todo sea por la felicidad de doña Rita y el desprecio que nos lanza.

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Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

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