Palabras presidenciales
Estas líneas se escriben desde el mayor respeto al señor presidente del Gobierno. El hecho de que don José Luis Rodríguez Zapatero llegara a serlo en contra de lo pronosticado por todos los sondeos previos y bajo el impacto de la tragedia del 11 de marzo no disminuye la legitimidad de su mandato, otorgado por una mayoría relativa de los electores españoles. Tampoco su talante abierto al diálogo le merece comentarios despectivos como los que a veces se leen o escuchan en público o en privado. Por dar un ejemplo muy actual, al abajo firmante le parece bien que se haya reunido con los presidentes de las comunidades y ciudades autónomas y con el de la Comunidad Foral navarra, aunque el juicio último sobre un encuentro nunca convocado en veintiséis años por sus cuatro predecesores (quienes seguramente pensaron en ello) dependerá del contenido futuro de esas sesiones que ofrecen el riesgo de sustituir a los órganos constitucionales en los que se expresa la voluntad popular, sobre todo aquel que ha dado sus poderes al señor presidente del Gobierno nacional. Por el momento, no ayuda a la esperanza el dato de que el huésped más deseado (al que llaman lehendakari quienes sin duda dominan el vascuence) haya calificado esa reunión de "intento fallido", al tiempo que un habitual portavoz de las esencias socialistas la define como "frustrante".
No sería inútil que Zapatero tomara alguna lección en derecho político y constitucional
Lo que en cambio no puede silenciarse es la profunda inquietud que a muchos españoles ha producido una frase de las declaraciones que el señor presidente pronunció en la larga entrevista que este periódico publicó el domingo 17 de octubre. Han surgido a ese propósito algunas reacciones críticas, sobre todo emitidas desde la presidencia del Partido Popular; pero no parece inútil razonar aquí los motivos de la preocupación antes apuntada.
El presidente dijo literalmente algo que el diario, con buen tino, destacó en su portada: "El concepto de nación catalana no me produce preocupación ni rechazo". Y añadió que esa denominación le parecía "un concepto discutible, más socio-histórico o cultural que jurídico". Reiteró enseguida que no tiene "una posición de rechazo por principio a lo que puede ser una definición en términos nacionales", y, por si la idea no estuviera bastante clara, añadió: "En definitiva, la Constitución habla hoy de nacionalidades. ¿Cuál es la diferencia entre nacionalidad y nación?".
Son palabras graves; incluso, sin ánimo de dramatizar, gravísimas. Porque lo es el hecho de que quien gobierna la nación española ignore "la diferencia entre nacionalidad y nación". Tal vez podría explicársela su correligionario y padre constitucional, el profesor Peces-Barba, quien hace poco más de dos años recordó en estas mismas páginas que una nacionalidad no es, desde luego, una nación. Es seguro que el señor Rodríguez Zapatero sabe que los nacionalistas vascos y catalanes no se recatan al proclamar su independentismo y su convicción de que sus actuales "nacionalidades" son, en realidad, "naciones sin Estado", que deben ser reconocidas como tales y contar con un Estado propio, distinto del Estado español, con el que, magnánimemente, ofrecen mantener relaciones de buena vecindad.
La palabra "nacionalidad" fue siempre en español, como en las demás lenguas romances y en otras indoeuropeas, un adjetivo y nunca un sustantivo. Para el diccionario de la RAE de 1970, la nacionalidad era, sólo, "la condición y carácter peculiar de los pueblos e individuos de una nación" o el "estado propio de la persona nacida o naturalizada en una nación". Los constituyentes del 78 creyeron conveniente corregir el diccionario y la sustantivó, sin duda para complacer a quienes no se contentaban con algo tan honroso como ser parte de una región española y aducían títulos históricos que, aunque resulte increíble, negaban así a tierras tan cargadas de siglos como Aragón, Castilla o Andalucía, por ejemplo. Fue, ésta, una licencia grave cometida en aras del consenso y que sólo se entiende sobre la base del reconocimiento expreso y pleno, en la propia Constitución, de "la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles". Todo ello lo olvida la lacrimosa reivindicación tercermundista que el terror apoya en el País Vasco y que se expresa en el plan separatista del presidente del Gobierno autónomo vasco y en los aplausos a las banderas independentistas del presidente del Gobierno autónomo catalán. Por ello, si esta permanente quejumbre secesionista se mantiene y si se llega a una reforma constitucional que no sea meramente cosmética, sería legítimo e incluso imprescindible que se corrigiera aquel grave desliz y se olvidara una acepción de esa palabra que estimula las apetencias de quienes quieren fragmentar a una de las más viejas naciones del planeta. Así, nuestro presidente no tendría motivos para confundir el significado de ambas palabras y dejaría de creer que un veterano sustantivo equivale a un novísimo adjetivo. Es decir: habría que ir en contra de la desdichada anulación de normas que permitían actuar desde la ley contra quien se atreviera a convocar el muy anunciado referéndum secesionista como si la soberanía nacional pudiera ser fragmentada, contra lo que también dice la Constitución. ¿O acaso se anuló esa norma legal para que el presidente del Gobierno autónomo vasco acudiera a la sesión monclovita?
Quien esto escribe no puede olvidar, por razón de edad y aunque a menudo lo intente, una terrible Guerra Civil que dejó (también en su familia) muy tristes huellas y que ahora mismo, quizá con ánimo sectario, tratan algunos de reavivar con eso que se llama la recuperación de la memoria histórica. Aquella dolorosa experiencia, que no desea para sus hijos y nietos, le permite saber que una causa muy importante -quizá, la que más- de tan larga contienda fratricida fueron las tensiones territoriales por las que Companys, por ejemplo, fue sentenciado a treinta años de reclusión mayor por la II República Española. Pues ocurre que, guste ello o no a algunos líderes regionales, el conjunto de los españoles -incluidos muchos que militan en la izquierda- no aceptará con indiferencia su propia mutilación. Ya que la amputación de un brazo no afecta sólo a la extremidad amputada, sino al conjunto del cuerpo, humano o social, que tiene tanto derecho a opinar como el brazo mismo. Son, por tanto, los españoles todos los llamados a opinar sobre materia tan poco opinable como el mantenimiento de la unidad nacional. Y ya lo hicieron en el referéndum constitucional.
No sería, por tanto, inútil que el actual presidente del Gobierno tomara alguna sencilla lección en derecho político y constitucional para aprender las diferencias que dice ignorar. No le faltan maestros en su entorno, pues el mismísimo señor ministro encargado de la Administración Pública, a quien estos temas directamente competen, acaba de rectificar muy claramente aquellas palabras, lo que empieza a ser un hábito gubernamental. De modo que al señor Rodríguez Zapatero le bastaría con preguntar al señor Sevilla para distinguir, en adelante, entre una "nacionalidad" según la Constitución y una Nación según la grande y general Historia.
Carlos Robles Piquer es embajador de España.
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