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Ni tanto ni tan calvo

Hemos asistido durante las últimas semanas a un enfrentamiento dialéctico entre la Iglesia católica y el Gobierno, el cual sólo puede ser calificado de disparatado. Era como una pieza de teatro del absurdo en la que los argumentos (?) que se oían por ambos lados nos dejaban perplejos: de una parte, la denuncia de una misteriosa y siniestra persecución contra los católicos, casi como la de aquellos mártires a los que Nerón y Diocleciano enviaban al circo para que se los comiesen los leones; de otra parte, la reiterada afirmación de que España es un país laico y de que, en consecuencia (?), el catolicismo no tiene nada que ver con los sentimientos de los ciudadanos, algo así como si se tratase de la afición a coleccionar sellos o a bailar el tango, puras prácticas del dominio privado. Parece que desde las declaraciones del presidente Rodríguez Zapatero y del cardenal Rouco las aguas van volviendo lentamente a su cauce y nosotros, espectadores atónitos de la contienda, vamos saliendo de nuestro estupor. Es en este contexto en el que quisiera enmarcar las reflexiones que siguen.

Pongamos las cosas en su sitio. España es un estado laico, por supuesto, pero ni más ni menos que otros muchos países de la Unión Europea y allí, incluidas las católicas Italia e Irlanda, una polémica como la nuestra resulta inconcebible. No entiendo a qué viene ese repentino brote de jacobinismo verbal, como si estuviéramos en la época de la Revolución francesa (tal vez porque Chávez acaba de llamar revolucionario a nuestro presidente, con lo que nos hace un flaco servicio que nos alinea en el imaginario del imperio en pleno eje del mal). Pero al mismo tiempo hay que decir que este estado laico y su actual gobierno no han perseguido a la Iglesia católica ni la han acorralado, sino más bien todo lo contrario: si no, ¿a santo de qué esas ceremonias que vienen desde la Edad Media, como la ofrenda al apóstol Santiago, o tantas procesiones y romerías en las fiestas de cada pueblo de España y en las que participan activamente los concejales de todos los partidos con representación en el consistorio? Creo, pues, que los ciudadanos tenemos derecho a que unos y otros, la iglesia y el gobierno, dejen de atizar una polémica innecesaria y se pongan de acuerdo.

Cuando se dice que España es un país católico es como cuando se afirma que alguien es flemático o sentimental: naturalmente, todos lo somos en mayor o menor grado, pero eso vale tanto como no decir nada. Y es que una cosa es el cristianismo -versión católica- practicante, otra, el cristianismo antropológico y una tercera, el cristianismo cultural. El último nos alcanza a todos los españoles, a favor o en contra -Buñuel, por ejemplo, resulta incomprensible sin dicho ingrediente-. Éste es un país de catedrales y monasterios, de universidades fundadas por la Iglesia o con participación de ella, de libros y cuadros que en un alto porcentaje se ocupan del imaginario religioso. Sin dichos elementos culturales desapareceríamos como nación (o como conjunto de naciones, no estamos hablando ahora de esto): sin Montserrat y sin el Rocío, sin los cuadros de Ribera y sin la vida de Teresa de Jesús nuestra conciencia colectiva se disuelve en el vacío. Hacer como si todo esto no hubiese existido y pretender que las demás religiones deben tener aquí los mismos derechos que el cristianismo es una locura, resultaría similar a una disposición que borrase de un plumazo los trienios que cada trabajador ha cotizado a lo largo de su vida para igualar las percepciones de todos en un ingreso común. Por supuesto que en la India, en China o en el Japón el budismo no es igual que el cristianismo, y en cuanto al Islam en los países árabes, para qué hablar.

El cristianismo antropológico es una consecuencia del anterior. Llamo así a la costumbre hecha ley de que los ciudadanos españoles, aun los que no son practicantes o ni siquiera creyentes, suelen casarse por la iglesia, enterrar a sus deudos por la iglesia, celebrar sus fiestas patronales por la iglesia y así sucesivamente. Que muchos de los que se casan ya no vuelvan a pisar dicha iglesia y que la misa del día de la fiesta sea un mero interludio entre borracheras no parece incomodar a nadie. Claro que no todos los españoles lo hacen, pero estos hábitos los ejercita una inmensa mayoría, por oscuras razones a las que no son ajenos ni el brillo de la liturgia católica comparada con la desolada frialdad de los juzgados y de los ritos de crematorio ni el argumento del "nunca se sabe" cimentado en el miedo a la muerte. Y por último están los católicos practicantes. Parece mentira que la jerarquía eclesiástica, confundiéndolos con los anteriores, no se dé cuenta de que son minoritarios y de que iniciar una campaña agresiva de manifestaciones y de recogida de firmas en los templos es la crónica de un fracaso anunciado. ¿Es que no saben contar? ¿No se han fijado en la edad media de sus fieles, que, desde luego, ya no es la de la Edad Media? Parecen estar tan ciegos como algunos progres, del gobierno o de los medios de comunicación afines, los cuales, a juzgar por sus proclamas volterianas, siguen creyendo aquello de que España ha dejado de ser católica.

El problema de las relaciones entre la Iglesia y el Estado es muy complejo y requiere menos gritos y más reflexión. Que la Iglesia ha cargado con obligaciones del Estado en las que este fracasó estrepitosamente no creo que pueda ignorarse: así lo atestiguan muchas obras asistenciales como el tratamiento de discapacitados, de personas de la tercera edad o de indigentes. Si el anterior gobierno socialista no hubiera cerrado alegremente muchos centros de acogida, Cáritas -pese a lo políticamente incorrecto del nombre y del concepto- no seguiría siendo necesaria; si el gobierno popular, en vez de fomentar la construcción de apartamentos en la costa, se hubiera preocupado de las residencias de ancianos, tal vez no habría tantos suicidios disfrazados de muerte natural solitaria entre las personas mayores. Pero que la enseñanza de la religión ha fracasado en su objetivo de transmitir valores morales tampoco creo que pueda negarlo nadie: de lo contrario, la Iglesia habría empezado por dar ejemplo y se habría opuesto a una ley que permite seleccionar a los alumnos y que en la práctica ha excluido de los centros privados a los repetidores, a los estudiantes conflictivos, a los inmigrantes y, sobre todo, a los pobres. La política social del Estado se ha mostrado indiferente al texto constitucional, la de la Iglesia, al mensaje evangélico. Mientras ambas partes no comprendan que no tienen que responder ante sus superiores, sino ante nosotros, los ciudadanos, sus proclamas nos seguirán trayendo sin cuidado y, lo que es peor, la sociedad española seguirá su imparable proceso de desestructuración.

Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia. (lopez@uv.es)

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