El tapón electoral
La aprobación de una ley electoral de Cataluña se ha convertido en una encrucijada para la aprobación de un nuevo Estatuto de autonomía. Incluso la división territorial, en la que parece que las posiciones se han acercado mucho, no será aprobada por los partidos hasta que no queden claras sus implicaciones para las circunscripciones electorales. La importancia de las reglas electorales es, desde luego, enorme, ya que con ellas se deciden no sólo los modos de representación democrática de los ciudadanos en las instituciones, sino la viabilidad o incluso la supervivencia misma de los partidos. Pero si un nuevo Estatut es en sí mismo improbable (como sostuve en un artículo publicado el pasado 5 de octubre, y me reafirmo ante mis interlocutores), un amplio acuerdo multipartidario en torno a una nueva ley electoral parece muy difícil de alcanzar.
Las normas electorales aprobadas hace 25 años (establecidas en la disposición transitoria cuarta del Estatut de 1979) fueron resultado de un pacto en circunstancias muy propicias. Los partidos tenían entonces en este tema bastante despiste y poca información, por lo que tanto el PSC como CDC recurrieron inicialmente a referencias históricas para sus propuestas de circunscripciones electorales: las nueve regiones (o veguerías) y las 37 comarcas de la división territorial de 1936, respectivamente. Fue la Unión de Centro Democrático (UCD), que gobernaba en España y había quedado en segundo lugar en Cataluña en las elecciones generales de 1979, la que insistió en el mantenimiento de las provincias y la subrepresentación de Barcelona. En el proyecto de Estatut de Sau, los socialistas y comunistas impusieron, contra todos los demás partidos, unas reglas electorales por las que la provincia de Barcelona habría elegido una proporción de escaños próxima al 77%, en correspondencia con la población. La UCD se negaba inicialmente a que Barcelona eligiera más del 50% de los escaños. El pacto se alcanzó en Madrid, en una reunión entre los líderes políticos catalanes y miembros del Gobierno de la UCD en La Moncloa. Como en una negociación típica, se vino a cortar por la mitad: ni el 77 de la población ni el 50 de mayoría, sino el 63% (es decir, 85 escaños para la provincia de Barcelona sobre 135).
Este pacto fue aceptado por la izquierda sobre dos bases. Primera, la expectativa de que los socialistas ganarían las elecciones en Cataluña como ya habían ganado las dos generales de 1977 y 1979. El portavoz del PSC en la Comisión Constitucional del Congreso alardeó de que "no había hecho los números" de los escaños probables que les tocarían porque confiaba en que habría una mayoría de izquierdas casi con cualquier sistema electoral. Segunda, el supuesto de que serían unas normas provisionales sólo para las primeras elecciones al Parlament, que posteriormente serían revisadas a partir de una nueva ordenación territorial de Cataluña aprobada por una mayoría de izquierdas.
Sin embargo, CiU ganó contra pronóstico las primeras elecciones, la UCD se hundió y sus bases de apoyo sobrerrepresentadas en Lleida y en Girona se pasaron masivamente a CiU, que se convirtió en el principal beneficiado del sistema electoral. Paradójicamente, hoy, el PP, que puede ser considerado el más directo heredero político-ideológico de la UCD, aunque no es, como era ésta, un partido con amplia implantación rural, sino muy urbano y barcelonés, ha acabado siendo el principal perjudicado por el sistema electoral (y más que en cualquier sitio, precisamente en Lleida, la provincia más sobrerrepresentada). La división territorial de Cataluña tampoco siguió el rumbo esperado. Los socialistas, desde las diputaciones, apuntalaron las provincias, mientras que la ordenación introducida por los gobiernos convergentes fue muy comarcalista, es decir, aún menos aceptable para los socialistas como base para una hipotética ley electoral. Así, las normas electorales provisionales permanecieron vigentes durante un periodo más largo de lo que nadie había podido imaginar.
Pese a los desacuerdos actuales entre los partidos y los temores de que en el futuro cualquier sistema electoral, incluido el vigente, podría beneficiar demasiado a algunos y perjudicar demasiado a otros, lo cierto es que el sistema electoral que se ha usado en siete elecciones al Parlament ha funcionado menos mal de lo que podía esperarse. En particular, hay que subrayar que el actual sistema electoral de Cataluña es muchísimo más proporcional que el del Congreso de los Diputados -que sí merecería una drástica reforma prioritaria en aras de la representación proporcional-. Durante muchos años, el sistema electoral catalán ha permitido que exista en el Parlament el sistema multipartidista más pluralista de España, tanto en comparación con el Congreso como con las demás comunidades autónomas. La crítica a las normas electorales catalanas no se disparó hasta que en las dos últimas elecciones el PSC obtuvo más votos pero menos escaños que CiU. Pero hay que recordar que, en las dos ocasiones, la diferencia de votos entre los dos partidos fue menor de lo que correspondería a un tercio de un escaño idealmente proporcional; es decir, el resultado fue en ambas veces un verdadero empate. Éste se resolvió en última instancia una vez a favor de cada uno: el candidato de CiU en 1999 y el del PSC en 2003 accedieron, sucesivamente, a la presidencia de la Generalitat.
Para establecer un sistema electoral mejor sería necesario un nuevo pacto amplio entre los partidos. Pero, en comparación con la situación de hace 25 años, no sólo hay ahora más competencia inter-partidaria, incluso dentro del Gobierno, sino que ha cambiado radicalmente el statu quo, es decir, el resultado de una falta de acuerdo, que es un factor determinante en cualquier negociación. Si no hubiera habido pacto en 1979, simplemente no habría habido elecciones, ni Parlament ni Generalitat, perspectiva ante la cual el pacto -cualquier pacto- era imperioso. En cambio, si ahora no hubiera un nuevo pacto sobre la ley electoral, quizá no habría nuevo Estatut, pero seguiría habiendo Parlament, Generalitat y elecciones con las normas actuales que, como se ha dicho, tampoco son tan malas. Más allá de alguna frustración de expectativas, objetivamente las pérdidas por la falta de acuerdo serían casi nulas. Todo indica, pues, que un nuevo acuerdo sobre la ley electoral sólo será posible si se superan los actuales temores y sospechas. Para llegar a un nuevo Estatut, habría que desencallar este tapón.
Josep M. Colomer es autor de Cómo votamos. Los sistemas electorales del mundo: pasado, presente y futuro (Gedisa).
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