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Columna
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Bono, bonito y barato

Decía ese sabio catalán de la modernidad, Anton Maria Espadaler, que siempre ha existido una España antiliberal. A derecha e izquierda, tanto monta, que lo simbólico tiene la capacidad de difuminar arraigos ideológicos. Como si fuera un bien supremo, una especie de paisanaje común, por encima de los distintos paisajes ideológicos, lo esencial abduce todo lo que encuentra a su paso, cual vampiro de las emociones y los instintos básicos. Esa España antiliberal, que bebió de las épicas de Mio Cid y siempre despreció a las Cortes de Cádiz. Esa que se comió crudo al afrancesado y convirtió a la Elia de Fernán Caballero en una especie de Biblia del tradicionalismo y cierra España. La misma que se deprimió con la pérdida de las colonias y, si no participó, sí disculpó a los de Burgos -chicos malos pero necesarios-, esa misma, ésa, aún está ahí, vivita y coleando para gloria de muchos y desconsuelo de otros tantos. La percibí con toda su acritud en el discurso que el ministro Bono nos regaló, desde el bonito mosaico del aguilucho preconstitucional, en la Academia de Infantería. El día de la Inmaculada, y así quedamos, inmaculados de españolismo rancio, grandilocuente y altisonante. Reñidos totus por el maestro José Bono, transmutado en profesor de la serie Cuéntame, versión primeros episodios. Y les aseguro que José Bono tiene todo mi cariño por muchos motivos, entre ellos una honestidad que le sé y una solidez que le reconozco. Pero lleva un tiempecito de empacho de la COPE, quizás atolondrado por los elogios que recibe de los otros... Y digo yo, ¿no sabrá el ministro que uno no puede fiarse de los otros cuando le cepillan el cogote más de la cuenta? Seguro que don José no ha visto a Amenábar... Sea como fuere, Bono se está especializando en ser la garganta profunda de las esencias patrias, soltadas a bocajarro, sin depuración moderna, casi como las soltaría Cecilia Böhl de Faber en su delirante ataque contra los ilustrados y los librepensadores. Por eso triunfa a pesar de compartir protagonista con el prota de verdad, nuestro sufrido Zapatero. Pregunta del millón: ¿es Zapatero más estratega de lo que pensábamos? Porque con Bono al lado, está consiguiendo, a fuerza de comparación, parecer aún más liberal, más nórdico, más alto, más ojos azules, más dialogante y etcétera de lo que cabía suponer. Siempre he oído decir que los tíos cachas gustan de pasearse con espléndidos enclenques, en una simbiosis perfecta en la que ambos recogen lo suyo: el músculos aún musculea más y el otro recoge algo de gloria. Algún refrán hay por ahí sobre la guapa y la fea, en los mismos términos. Como sea, Zapatero y Bono forman una pareja de hecho perfectamente simbiótica precisamente por estar absolutamente contrapuesta.

España no es un regalo bíblico ni tiene carácter teologal, por mucho que haya ido bajo palio
El ministro se está especializando en soltar las esencias patrias a bocajarro

Vuelvo al discurso y lo hago al estilo de lo que planteaba Iñaki Gabilondo con brillante precisión: ¿no habría forma de hablar de España sin hacerlo con fanfarria y trombón, fuera de los espacios militares con resabios de escudos preconstitucionales, y sobre todo sin retórica esencial? ¿No habría forma de sustraer España del terreno escurridizo de lo simbólico-patriótico y retornarla al único paisaje posible, el del pacto civil? Lo peor del discurso de Bono, desde mi perspectiva, es que España no aparece como una negociación colectiva, entre adultos libres, sino como una especie de don divino celosamente guardado por los guardianes de las esencias y cuyas bondades son administradas en función de la bondad españolista de los receptores. Desde esta mirada mesiánica, catalanes y vascos estamos siempre bajo sospecha. "¿No les hemos dado ya suficiente?" "¿Son buenos españoles, para merecer tanto?" Y etcétera. Igualito que el discurso clásico del machismo, cuando dice aquello tan bonito de "¿qué más quieren las mujeres?", porque resulta que son ellos los que nos van regalando los derechos...

Mi querido José, y sabes que eres querido, esto de España no es un regalo bíblico ni tiene ningún carácter teologal, por mucho que haya ido bajo palio desde tiempos inmemoriales. No es una cuestión de fe ni de dogma, sino un hecho político tangible cuya única realidad democrática posible pasa por hablarlo, debatirlo, afirmarlo o negarlo desde el respeto compartido. Puede que, en el carnet del buen patriota, tú acumules más puntos para medalla al mérito que algunos catalanes díscolos o algunos vascos malvados. Puede que seas más español que la reina Isabel, esa que destruyó el sueño de la convivencia. Hasta puede que te emociones cuando despliegas ese mamotreto que montó Trillo para gloria de la bandera. Sin embargo, ¿y qué? No tienes España en franquicia ni eres el guardián del templo. Y cualquiera, incluso aunque se sienta un okupa en la vieja Sefarad, tiene el mismo derecho a poner en cuestión el concepto, a debatirlo y hasta a negarlo. Porque o esto de España es de todos, y ahí está para reflexionarlo e incluso cuestionarlo, o es de los tuyos, y entonces volvemos a repetir la historia de siempre. La única manera democrática de tratar un tema peludo, sobrecargado de simbolismo y, a la vez, ligado a la tangibilidad precisa de la vida colectiva, es partiendo de la racionalidad. Y haciéndolo lejos del ruido de sables. Partiendo, pues, de la tradición liberal que tanto ha escaseado en la tradición que representas. Mi querido amigo, volvamos a donde nunca estamos y de donde nunca teníamos que habernos ido: volvamos al pacto. España no es una religión, sino un Estado. Como tal, lo conforman ciudadanos adultos, libres y plurales, y no feligreses, guardianes y curas patrióticos. O eso quisiera creer.

Finalmente, abusando de la amistad, una petición: ¿podrías cambiar el escudo franquista de la Academia de Infantería? Lo pido por pedir...

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