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México: presidencialismo agotado

¿Por qué el debate sobre la reforma o el cambio de régimen ha pasado al primer plano del debate político en México? ¿Por qué el régimen presidencial más fuerte de América Latina está hoy paralizado? ¿Qué cambios requiere el régimen para facilitar la consolidación de la democracia y un crecimiento más sólido de la economía?

Éstas son las preguntas que muchos se formularon en las recientes audiencias públicas que, sobre la gobernabilidad (gobernanza) democrática, se celebraron recientemente en la Cámara de Diputados de México. A las audiencias asistieron gran parte de los principales líderes sociales, políticos, religiosos y de opinión para proponer las reformas políticas que consideran pueden sacar al país de la parálisis política en la que se encuentra.

Para sorpresa de muchos, hay una gran coincidencia sobre el diagnóstico: el presidencialismo del régimen anterior está agotado. En ello parecen coincidir quienes mayor peso tuvieron en el antiguo régimen, quienes lo derrotaron en la última elección y quienes hoy tienen probabilidades de triunfo para la elección presidencial de 2006. La coincidencia en el diagnóstico no llevó, sin embargo, a las mismas recomendaciones.

Para una parte de los líderes, la parálisis en la toma de decisiones que sobrevino con la alternancia, a partir de la derrota del PRI en 2000, radica en los errores de conducción del presidente Vicente Fox, quien no ha logrado la aprobación de ninguna reforma importante en los últimos cuatro años. Para otros, el problema va más allá de la falta de liderazgo efectivo por parte del actual presidente. Se origina en un inadecuado arreglo institucional. El presidente necesita de una mayoría legislativa que lo respalde, pero bajo el actual diseño constitucional -régimen presidencial con multipartidismo- no hay estímulos para la cooperación entre las fuerzas políticas y entre el Ejecutivo y el legislativo.

Entre quienes piensan que el régimen requiere cambios, varían sus recomendaciones. Unos piensan que el viejo presidencialismo del régimen autoritario debe modernizarse conforme al diseño del régimen presidencial norteamericano, con mayor peso del federalismo, del Congreso y sus comisiones y con una Suprema Corte de Justicia poderosa y autónoma. Otros creen que ha llegado el momento de iniciar una reforma hacia un régimen semipresidencial como el de Francia, o incluso hacia un régimen parlamentario.

Las propuestas de reforma del Estado que más han llamado la atención y que han conseguido un mayor respaldo son: la reforma electoral que permita fiscalizar la entrada del dinero negro y evitar el derroche en las campañas electorales, que ha llegado a extremos vergonzosos y que amenaza con corromper a todo el sistema político; la reforma del Congreso para convertirlo en un Parlamento moderno; la de la autonomía del ministerio público como pieza central para fortalecer el Estado de derecho, y la reforma para introducir la figura de jefe del gabinete, con la cual se le introduciría un correctivo parlamentario al sistema de gobierno presidencial.

El fondo del problema del diseño institucional radica en que, en el pasado, el régimen mexicano pudo operar gracias a la existencia de mayorías en ambas Cámaras y en los Estados de la federación. Las mayorías las garantizaba el control autoritario de la presidencia y el PRI sobre la organización de las elecciones y la televisión. No fue hasta 1977, cuando el PRI, con un órgano electoral autónomo (IFE) y mayor independencia de los medios, perdió la mayoría en la Cámara baja. Esa situación volvió a ocurrir con Vicente Fox en 2000 y en las elecciones intermedias de 2003. Hacia el futuro, todo indica que la situación de gobierno dividido se volverá a repetir, pues es improbable que quien gane la presidencia pueda contar con mayoría en el Congreso, sobre todo porque se ha alcanzado una pluralidad donde por lo menos tres partidos tienen probabilidades reales de triunfo. Hay, pues, una disonancia entre el sistema de gobierno presidencial y un régimen de partidos de tres fuerzas principales con disciplina interna.

En México, a diferencia de España en el momento de su transición, la alternancia no vino acompañada de un acuerdo de ruptura pactada. Las instituciones del régimen anterior son las mismas. No hay ni una nueva Constitución ni una nueva constitucionalidad. Vamos, ni siquiera hay un acuerdo de fondo sobre quién tiene derecho a participar en la política y sobre cuáles son las garantías para todos los contendientes. La falta de acuerdos se ha traducido en parálisis y en tentaciones de exclusión que ponen en riesgo la viabilidad de la democracia.

La parálisis política empieza a dejar sus costos. Según el Foro Económico Mundial, la competitividad de la economía mexicana se ha reducido año con año desde 2000; mientras que para AT Kearney, en su encuesta entre presidentes mundiales de compañías, en el último año México ha pasado del lugar 3 al 22 en cuanto a su atractivo como polo para la inversión extranjera. Estas caídas están reflejando una sobrerreacción por el desencanto de los inversionistas respecto a las grandes expectativas no cumplidas que creó la actual Administración, pero también están expresando una preocupación real por la falta de acuerdos y consensos que dificulta la toma de las decisiones y debilita al Estado de derecho.

La parálisis se ha hecho acompañar por una creciente radicalización y judicialización de la política mexicana. De un lado se ha ido forjando una alianza conservadora entre una parte del PRI, el PAN y el Gobierno, que pretende detener a toda costa el ascenso de la izquierda. Sobre todo ahora que el alcalde de la Ciudad de México, Andrés Manuel López Obrador, del PRD, encabeza las encuestas nacionales. Del otro lado, está en formación un frente político y social de centro-izquierda que pretende introducir correctivos a las políticas del consenso de Washington y revisar algunas decisiones que han resultado muy gravosas para el interés público.

Precisamente, cuando en México empiezan a aparecer signos de descarrilamiento de la democracia, por la parálisis legislativa y la polarización política y social que lleva a intentos de exclusión, resulta alentador que el tema de la reforma de las instituciones pase al primer plano. Las reformas hoy posibles distan mucho de lo que sería un cambio de régimen. Son apenas las reformas indispensables para evitar que las siguientes elecciones lleven a la ilegitimidad de quien resulte vencedor por el derroche del dinero y el desconocimiento de su origen, o a la ingobernabilidad por la imposibilidad de que en el régimen presidencial se gobierne con un 34% de los votos y en una situación social crecientemente polarizada.

México todavía está en condiciones de consolidar su democracia y de darle un nuevo aliento al crecimiento de su economía. Pero para ello no bastará con que un hombre providencial o un político experimentado sean elegidos en las próximas elecciones para presidente. La única apuesta seria que puede hacerse es a favor de compromisos verdaderos con la democracia y el Estado de derecho. Ambos compromisos pasan por la libertad de competir y por reformas mínimas y oportunas a un régimen presidencialista ya agotado. La posibilidad de formar -a partir de 2006- un Gobierno respaldado por una coalición legislativa mayoritaria facilitará vencer la parálisis y ofrecerá mejores oportunidades a los ciudadanos.

Manuel Camacho es diputado, presidente de la Comisión Especial para la Reforma del Estado en la Cámara de Diputados. Ha sido alcalde de la Ciudad de México, secretario de Relaciones Exteriores y comisionado para la Paz en Chiapas.

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