Vino viejo en odres viejos
Nuestras preocupaciones y obsesiones siguen girando sobre las mismas viejas cuestiones de siempre. El tiempo no pasa para nosotros. Y sin embargo, el tiempo pasa y el mundo se mueve más rápido que nunca. Tan rápido que, como en la metáfora de Carroll, es necesario correr cada vez más deprisa para al menos permanecer en el mismo sitio. Nosotros, en cambio, nos aferramos al pasado y a nuestros viejos conflictos con la firme intención de bloquear cualquier posibilidad de superarlos y de superarnos. A veces sólo nos superamos a nosotros mismos en nuestra desesperada carrera hacia el pasado. Vino viejo en odres viejos. Ya sea a propósito del viejo debate sobre el acomodo de la plurinacionalidad, del papel de la iglesia en la sociedad o de la pertenencia del valenciano a un único sistema lingüístico, afloran planteamientos decimonónicos, emergen anacrónicos planteamientos o se sacan del armario -esgrimidos desde el independentismo catalán y ahora desde el mismo gobierno de la Generalitat Valenciana- apolillados discursos que sólo sirvieron para afianzar desencuentros y engendrar rencor y encanallamiento en el seno de la sociedad valenciana. Si hacemos caso a los discursos políticos y a los medios de comunicación éstas son ahora las grandes cuestiones que emergen en nuestra agenda política. En cambio, aquellas otras que debieran ocuparnos apenas encuentran tiempo o espacio.
Después de un cuarto de siglo de Constitución democrática la cuestión nacional es el único de los grandes problemas históricos españoles que sigue vivo. Es más, existe la posibilidad de que el debate político sobre el modelo de Estado quede bloqueado sin posibilidad alguna de avanzar o retroceder. Es evidente que el propio proceso de cesión de soberanía hacia arriba (la Unión Europea) y de descentralización de poder político hacia abajo (las Comunidades Autónomas), han modificado profundamente la estructura del Estado y obligan a la revisión del texto constitucional siquiera sea para incorporar necesarias adaptaciones a la nueva realidad. Baste con recordar que en la Constitución española no existe ni una sola mención a Europa, pese a que somos miembros de pleno derecho desde 1986. De otra parte, nuestra constitución sigue esperando un desarrollo adecuado de instituciones como el Senado precisamente para que éste responda al propio mandato constitucional. Después de décadas de desarrollo de políticas públicas se han evidenciado carencias en el funcionamiento de un Estado compuesto que deben ser subsanadas mediante reformas de los diferentes Estatutos de Autonomía.
Pero algunas reivindicaciones políticas no se refieren a estas cuestiones que sin duda supondrían mejoras sustanciales en relación con la eficacia del Estado. Están referidas al viejo debate sobre el encaje de naciones y regiones. Una de nuestras fuentes históricas de desencuentro que quedó inteligentemente orillada durante la transición democrática y que ahora emerge con fuerza renovada. La paradoja estriba en que ni el tiempo transcurrido ni el camino seguido en el proceso de construcción del Estado Autonómico han contribuido a allanar el terreno. Por el contrario, tal vez ahora estemos en peores condiciones que a comienzos de la década de los ochenta para acometer una solución democrática negociada del hecho plurinacional. Entre otras muchas cosas porque el camino seguido hasta aquí hace ahora moralmente indefendible la reivindicación de asimetrías políticas que apelan a su naturaleza histórica amparándose en circunstancias derivadas de la aprobación de un Estatuto de Autonomía durante la Segunda República. Ésta no es condición suficiente para cimentar diferencias en el ejercicio de poder político. Y sin embargo, los procesos inaugurados en el País Vasco y Cataluña apuntan hacia esa posibilidad a mi juicio tan inviable como imposible. Planteado en estos términos, es posible que nos encontremos en el final de un ciclo histórico, pero no lo es menos que tal vez estemos inaugurando una nueva etapa plagada de incertidumbres y de riesgos. Y entre éstos no es menor el posible bloqueo de todo el proceso de reforma constitucional y de la segunda generación de Estatutos de Autonomía.
En cuanto a la estrategia política de la jerarquía católica española nada nuevo que ya no ensayara durante los primeros años del primer gobierno socialista. La actual deriva integrista recuerda aquellas viejas movilizaciones contra las primeras medidas modernizadoras en materia de divorcio, de enseñanza de la religión o contra las moderadas iniciativas legislativas en materia de educación que, paradójicamente, no hicieron sino afianzar con fondos públicos su presencia en el sistema educativo español. Pese a las movilizaciones y los intentos de presionar a la sociedad, el tiempo ha demostrado que aquellas fueros decisiones acertadas. El tiempo demostrará igualmente que las actuales propuestas, presididas de nuevo por la moderación y por el respeto escrupuloso a los derechos básicos de ciudadanía, también gozarán de amplio apoyo social. Pero entonces como ahora la jerarquía eclesiástica tiene dificultades para sintonizar con discursos y con mandatos democráticos y evidencia una preocupante incapacidad de adaptación a los cambios sociales. Añorando tiempos pasados, incluso preconstitucionales, vuelve a esgrimir viejos discursos impregnados de un fundamentalismo, tan anacrónico como estéril, incompatible con los cambios sociales y con las preocupaciones de una sociedad moderna en este nuevo milenio.
La naturaleza exclusivamente política del renovado conflicto en torno a la lengua también nos hace retroceder un cuarto de siglo. Desde los viejos mitos del nacionalismo independentista catalán y desde las viejas posiciones secesionistas -ahora impulsadas desde el propio gobierno regional valenciano- se trabaja con empeño y con dedicación casi exclusiva en avivar y ampliar los rescoldos de un enfrentamiento histórico inútil que sin embargo impide iniciativas de coordinación y de cooperación tan necesarias como inaplazables. De nuevo el pasado como referencia política. Un pasado que impide, desde la normalidad institucional, social, económica y política, que desde territorios próximos se pueda pensar en común en el futuro y en las nuevas oportunidades que ofrece el espacio europeo.
Nos ocupa el pasado. Nos ocupan viejos problemas. Algunos intentan abordarlos con viejos discursos. Hay quienes pretenden salvarnos de los riesgos del futuro. Tal vez sería conveniente que todos mostrásemos un poco más respeto por la historia, menos ostentación de fundamentalismo iluminado, menos vocación irredentista y mayor atención a los cambios en curso. Si seguimos mirando hacia atrás corremos el riesgo, como le ocurriera a la esposa de Lot, de quedar convertidos en estatua de sal.
Joan Romero es catedrático y profesor de Geografía Política en la Universidad de Valencia.
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