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Columna
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Algo más que tenis

Cualquiera que haya tenido alguna relación particular con USA sabe lo que pasa por allí con respecto a nosotros. Cuando mi hijo tenía catorce años estuvo un verano en Rochester (Nueva York), haciendo uno de esos cursos de inglés por inmersión. Le tocó una familia de clase media acomodada, muy acogedora y simpática. Esto último incluso le pareció a él que un poco en exceso, por lo que al principio creyó eran muestras continuas de un cierto humor disparatado. Por ejemplo, cuando le preguntaban que si España caía al Sur de México o al Oeste de Puerto Rico. O cuando se esforzaban en explicarle, muy por menudo, el funcionamiento de los semáforos, mira, hijo, el rojo stop, el verde paso, el ámbar... El muchacho se reía al principio, ya les digo, pensando aquello de qué gente tan cachonda. Pero una noche en que daban un party se le acercó un ciudadano muy conspicuo, un dentista acomodado -perdón por la redundancia- que ni corto ni perezoso, y mientras miraban al cielo, le hizo la siguiente pregunta: "¿En España se ve la Luna?" Ahí comprendió mi vástago lo que en realidad pasaba.

El otro día fui con él a uno de los cinco partidos de la final de la copa Davis, y tuvimos la mala suerte de caer junto al grupo de seguidores norteamericanos que se habían desplazado hasta Sevilla. Mala suerte no por nada más o menos visceral -eran todo corrección y simpatía-, sino por el estruendo que metían con sus chirimbolos de percusión y otros artilugios megafónicos, que nos dejaron los tímpanos seriamente percutidos. Claro que nada comparable con lo que vociferaban y atronaban los españoles, sólo que a estos los escuchábamos como a un monstruo más distante y no necesitados de dar todo el tiempo la misma tabarra. En cualquier caso, sana competencia sónica, puro deporte, qué felicidad.

El caso es que, quizás por esa situación en el estadio, un tanto incómoda y asimétrica, no se nos durmió del todo el gusano de la conciencia. Y aunque la mariposa patriótica se nos escapó, desde luego, no dejó de mostrarse como lo que es: el tramo volátil de otra carcoma mucho más resistente, un ser leve y de aspecto angelical que pone sus huevos en las canchas, en la tierra batida, en las pelotitas que van y vienen. Y también en las heridas de la Historia, hasta convertir los agravios en puro impulso físico, musculatura anhelante de perfección. Dicen que es así como el atleta se libra por nosotros de toda esa carroña atávica. Y que por eso todos los nacionalismos quieren hacer deporte. Cuánto me gustaría creerlo.

Mientras me decido, voy a fingir que lo creo. En tal caso, lo ocurrido con nuestra brillante victoria sobre el equipo norteamericano habría significado, entre otras sublimaciones importantísimas, que por fin los ciudadanos de aquel gran imperio habrán aprendido dónde queda eso de Spain y Seville. No ya en ese lugar vagamente situado entre Jalisco y la nada que José María Aznar no logró ajustarles, con su mostacho medio tropical y su habla extrañamente ondulante, sino en un punto aproximado de la intersección entre la vertical de París y la horizontal de Roma, que eso sí les suena. Y que... menos mal que se ha acabado la columna.

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