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Columna
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Las pasiones y los intereses

Antón Costas

Varios miles de valencianos manifestándose por las calles de su ciudad al grito de "puta Cataluña" no es un suceso normal. Pero quizá lo más sintomático fue que aunque la convocatoria la hizo un pequeño grupo radical, sin representación alguna en la política autonómica o local, haya concentrado a tal cantidad de valencianos. No sé si esto es la punta de un iceberg de sentimientos mayoritarios anticatalanes en la Comunidad Valenciana, pero algo así puede existir ya que, según me cuentan amigos valencianos, las autoridades políticas de la comunidad han insinuado que ellas pondrán próximamente en la calle a cientos de miles de personas para expresarse en el mismo sentido.

El nacionalismo catalán, en particular el independentista, se está volviendo crecientemente antipático a los ojos de los ciudadanos de otras comunidades. Aunque resulte comprensible la frustración que produjo el affaire del hockey, esa frustración no puede justificar reacciones como las de pedir públicamente que los catalanes no apoyemos la candidatura de Madrid a los Juegos Olímpicos de 2012. Ni la campaña del consejero Siurana de fomentar el consumo de los vinos catalanes puede llevar a otros a pedir que no se consuma vino de La Rioja. Metidos en esta dinámica, es previsible la cadena de reacciones que puede provocar en otros lugares de España contra los intereses catalanes.

Confieso que me sorprende la incapacidad del nacionalismo independentista para expresarse sin ambiciones pancatalanistas. Aunque no comparto el objetivo de la independencia, puedo entender que es legítimo si se expresa de forma democrática y respetuosa con quienes no lo comparten. Pero me sorprende, sin embargo, que tenga que arrastrar a otras comunidades mostrando unas ambiciones imperialistas de expansión o anexión territorial típicas del nacionalismo europeo del siglo XX.

Tengo la impresión de que las fuerzas del nacionalismo independentista catalán están abocadas a confirmar la máxima de Santayana de que "quienes no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo". No hablo de que se puedan repetir los acontecimientos trágicos de nuestra historia del siglo pasado, sino de la reproducción de la historia de las ideas que está detrás de ese discurso pancatalanista.

¿Por qué se repite? Una de las razones es porque se apoya en una serie de mitos que, al confundir sus creencias con la realidad, les lleva a suponer que otros ambicionan lo mismo que ellos. Uno de esos mitos es la idea que Valencia y Cataluña comparten multitud de intereses económicos y ambiciones sociales, políticas y culturales, y que sólo el yugo de Madrid impide expresarse de forma distinta y unitaria.

La realidad es bien diferente. A la hora de construir su futuro, Valencia no ha mirado hacia al norte, hacia Cataluña. Las élites económicas, sociales y políticas valencianas han mirado siempre hacia el centro, hacia Madrid. Su demanda de infraestructuras de ferrocarriles y carreteras, desde que éstas se comenzaron a construir a mediados del siglo XIX, siempre dio prioridad a la relación con Madrid. Y ha continuado siendo así hasta la actualidad, tanto con la autopista Valencia-Madrid como con el AVE Madrid-Valencia. La radialidad de las infraestructuras de comunicaciones en España que denuncia con insistencia el presidente Maragall es un hecho cierto. Pero es dudoso que haya sido una imposición desde Madrid. En muchos casos, como el de Valencia, fueron las propias élites provinciales de la periferia española las que demandaron e impusieron esa opción radial.

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Valencia se ha visto siempre como el puerto de Madrid, y compitiendo con Barcelona, como en el caso reciente de la Copa del América. Los intereses económicos y la propia estructura productiva valenciana son diferentes de los catalanes. Esto se puede observar comparando la naturaleza de las ferias de Valencia y Barcelona. Mientras que una ha estado orientada a la exportación, la otra ha tendido en mayor medida a la importación. Lo mismo sucede si observamos los tráficos portuarios de Valencia y Barcelona. De ahí que no pueda sorprender que a lo largo de los siglos XIX y XX los intereses valencianos y catalanes hayan demandado al poder central políticas económicas diferentes. En un caso librecambista, en otro proteccionista.

Por tanto, el pancatalanismo está movido más por las pasiones y los sentimientos que por los intereses. La existencia de una red de intereses comunes a las zonas de habla catalana es un mito que no casa con la realidad.

Eso no ha impedido que existan élites valencianas que tienen una gran admiración hacia Cataluña y la capacidad de su burguesía y de sus instituciones civiles y políticas para cohesionar y modernizar económica, política y culturalmente el país.

En todo caso, el pasado no tiene que predeterminar el futuro. Ahora, en el marco de la Unión Europea, tiene sentido la construcción de una red de intereses comunes entre diferentes comunidades que permita aprovechar las nuevas oportunidades y retos que trae el espacio europeo y la internacionalización de la economía. Pero para ello será conveniente cambiar la retórica política. Un ejemplo es la eurorregión de Maragall, que huye de los viejos términos que tantos fantasmas despierta en otras comunidades. Esa política de crear una red de intereses comunes puede, por otra parte, moderar las pasiones en que se mueve la política nacionalista catalana actual.

Aunque no tiene por qué ser así. Los partidarios del pancatalanismo pueden seguir alimentando la idea de que lo que une a Cataluña y Valencia, lo mismo que Baleares o la Cataluña Nord, es la lengua, y las relaciones culturales que ese elemento común lleva consigo. Pero quizá sea oportuno recordar en este caso las palabras de Bernard Shaw, cuando señalaba: "Los ingleses nos diferenciamos de los norteamericanos en que hablamos la misma lengua".

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