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Tribuna:DEBATE | LA CRISIS EN UCRANIA Y LOS EUROPEOS OCCIDENTALES
Tribuna
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La 'naranja mecánica'

Francisco Veiga

El desarrollo rampante de la crisis ucraniana que en pocos días se ha instalado en el centro de la actualidad internacional, ha logrado que retrocedamos en el tiempo a épocas anteriores al 11-S. Eso significa que las noticias de Irak han quedado relegadas y algunos periódicos occidentales incluso han trompeteado la teoría de que la "revolución naranja" ucraniana es la continuación natural de la revuelta que derrocó a Milosevic en Serbia, allá por el 2000. Por lo tanto, las histerias se han disparado, como en los viejos tiempos de las crisis balcánicas, y una vez más, las apreciaciones simplistas, surgidas del encaje forzado de dobles raseros, presiden el deslizamiento de una crisis europea hacia terrenos peligrosos.

Sin negar reconocimiento a la protesta social, en Ucrania es excesivo hablar de "revolución"

En primer lugar, si asumimos que existe un parentesco entre la revuelta serbia del año 2000 y la actual "revolución naranja", estamos diciendo que ésta es un fraude, como en cierta medida lo fue aquélla. No es una afirmación ni aventurada ni contundente: la misma prensa norteamericana se refirió con detalle al esfuerzo que supuso organizar la OYA, siglas correspondientes a la Office for Yugoslavian Affairs, una creación de la entonces secretaria de Estado norteamericana, Madeleine Albright, que fue la artífice real del derrocamiento de Milosevic operando desde Hungría. Esta historia la relató el Washington Post, hace ya tiempo, y con mal disimulado orgullo. El diplomático William Montgomery dirigió esa organización, que trabajó de firme con la oposición serbia y pagó lo que hubo que pagar: 2,5 millones de pegatinas o cinco mil envases de spray para pintadas, por ejemplo. Así que los sucesos de aquel octubre belgradense no fueron espontáneos. Tampoco lo fue la "revolución" georgiana del año pasado, en la cual incluso intervinieron como asesores algunos veteranos de la Otpor serbia. A estas alturas tampoco es ningún secreto que el embajador norteamericano en Minsk, Michael Kozak, y el alemán Hans-Georg Wieck, jefe del grupo de asesores de la OSCE en Bielorrusia y hombre ligado a los servicios de inteligencia germanos, intentaron organizar una revuelta contra Lukashenko en esa república ex soviética.

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El fin no siempre justifica los medios, porque por muy antipáticos que resulten los dirigentes más o menos caciquiles del Este, el resultado de tales operaciones a medio plazo puede no ser el más conveniente para las jóvenes democracias de los también recién nacidos Estados europeos. En la revuelta contra Milosevic, ahora tan recordada, participaron muchos manifestantes del Partido Radical, los chetniks de Seselj, que hoy están en auge y contribuyen a la desestabilización de Serbia. Algo parecido puede ocurrir en Georgia, donde, tras cosechar un inverosímil 96,7% de votos tras el "parlamentazo" de 2003 -lo cual en Occidente no sonó en absoluto a fraude-, el ahora presidente, Mijaíl Saakashvili, ha revelado un talante nacionalista más bien agresivo, que se tradujo en alarmantes tensiones fronterizas con Rusia a lo largo del pasado verano.

La verdad es que el fenómeno no es nuevo. Desde la caída del Telón de Acero, el tratamiento informativo de protestas y revueltas de cualquier derecha populista contra los socialistas en el poder suele adquirir rápidas connotaciones de "democracia espontánea". Tal fue el caso de las multitudes búlgaras que en 1997 entraron en plena sesión parlamentaria, en el centro de Sofía, y derribaron al Gobierno socialista. En septiembre de 1998, manifestantes del derechista Partido Democrático Albanés tomaron el palacio presidencial, en Tirana. La penúltima de estas acciones tuvo lugar en el Parlamento de Skopje, capital de la República de Macedonia, en el verano de 2001, cuando ciudadanos de la mayoría eslava protestaron pidiendo armas por el acuerdo que había alcanzado el Gobierno con la última guerrilla albanesa aparecida por entonces en la zona, el Ejército de Liberación Nacional. Algo parecido ocurre con las certificaciones de "europeidad". En el caso de Ucrania, la confusión es doble, porque se ha terminado por afirmar que Rusia, con toda su brillante cultura milenaria, no es europea.

¿Sabe el lector cómo se denominan los partidos que acaparan la disputa de estos días en Ucrania? Seguramente no, porque nuestra prensa suele referirse sistemáticamente a "los seguidores de Yúshenko" o los de Yanukóvich, como sendas mesnadas amorfas, que en el segundo caso cobran todo el aspecto de simples títeres del poder. Al parecer, los partidos no tienen estructura, ni una base social precisa, y sus encontronazos parecen en ocasiones enormes peleas caninas por las que apuestan europeos o rusos. Muchos se habrán sorprendido al comprobar que Nuestra Ucrania, el partido de Víktor Yúshenko, tiene sus apoyos principales en los distritos occidentales de Ucrania, que en parte son la antigua Galitzia, Rutenia o Podolia; que en una buena porción de ese territorio se habla una lengua similar al polaco y que durante años Varsovia ha considerado esa zona como parte de su antiguo territorio nacional, por lo que la mediación de Alexander Kwasnieswski en la crisis actual debería despertar tantos recelos como la rusa; máxime teniendo en cuenta, además, la actual devoción proamericana de Varsovia. Mientras tanto, el Partido de las Regiones de Yanukóvich posee buena parte de sus apoyos en el tercio oriental de Ucrania y Crimea, con una importante presencia de rusos -en algunas zonas, más del 60% de la población- y ucranianos rusófilos. Aunque se le pretende quitar hierro a la amenaza de organizar un referéndum secesionista lanzada por algunos diputados y gobernadores del sureste, nada se ha dicho sobre una supuesta "artificialidad de Ucrania", que no tiene una composición étnica, ni mucho menos homogénea, y que nació como Estado independiente en 1991, con sólo una muy precaria experiencia previa entre 1918 y 1920. Hasta ahí podrían llegar las comparaciones con Yugoslavia.

Pero la identidad nacional no es la única clave en esta disputa, porque Yanukóvich es el hombre de los oligarcas de la industria pesada, radicada en esa misma región oriental, mientras que Yúshenko es un neoliberal que fue director del banco central ucraniano entre 1993 y 1999, y primer ministro bajo la presidencia de Kuchma entre 1999 y 2001; y ostentando ambos cargos fue el principal impulsor de la política de privatizaciones y reformas neoliberales, no siempre realizadas con transparencia. Por lo tanto, y en definitiva, no hay tanta distancia real entre unos y otros; y aunque no se puede negar el necesario reconocimiento a la protesta social que tomó las calles de Kiev, hablar de "revolución" es claramente excesivo. Y más todavía, pretender que existe algún mecanismo establecido para derribar gobiernos impopulares. En realidad, las denominaciones y atributos proceden del exterior, de los interesados protectores rusos o europeos y nada de lo ocurrido hasta ahora justifica el alentamiento de tensiones que en cualquier momento pueden desbordarse hacia el punto de no retorno de la violencia.

Mientras algunos tertulianos radiofónicos se solazan ante la posibilidad muy remota de alguna forma de contagio en Rusia, lo cierto es que el efecto mimético se ha producido en Rumania, firme candidato a la UE, donde, tras las elecciones del pasado 28 de noviembre, algunos partidos de la oposición liderados por el candidato presidencial Traian Basescu ya han pedido la anulación de los resultados, alegando fraude. La noticia la daba una emisora de radio catalana explicando que el Partido Demócrata Social rumano, en el poder, contra el que se lanzan las acusaciones de manipulación, era el "sucesor del Partido Comunista". Curiosa manera de ver las cosas teniendo en cuenta que en 1989, caso único en la Europa del Este, el PCR fue prohibido por ley en Rumania. Al parecer, falta poco para que un nuevo Huntington nos anuncie el retorno de la guerra fría y la batalla final contra el comunismo, ya que el choque de civilizaciones parece más difícil de resolver.

Francisco Veiga es profesor de Historia de Europa oriental y Turquía en la Universidad Autónoma de Barcelona y autor de La trampa balcánica (2002) y Slobo. Una biografía no autorizada de Slobodan Milosevic (2004).

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